Miércoles 08 de Septiembre | Matutina para Mujeres | Una lucha que comenzó en el Edén

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Una lucha que comenzó en el Edén

“El hombre contestó: ‘La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí’. Entonces Dios el Señor le preguntó a la mujer: ‘¿Por qué lo hiciste?’ Y ella respondió: ‘La serpiente me engañó, y por eso comí del fruto’ ” (Gen. 3:12, 13).

La lucha de sexos parece agudizarse en ciertos sectores de la sociedad. Están las mujeres que abiertamente se declaran anti­machistas, y que no pierden ocasión para confrontarse con los varones; también están los hombres que conceptualizan a la mujer como un ser infe­rior, nacida para estar a su servicio. Adicionalmente, encontramos a aquellas mujeres que se someten al dominio masculino a costa de su dignidad, con la creencia de que los hombres nacieron para poseer y las mujeres para ser poseídas, e instintivamente buscan relaciones con varones que les reafirmen esta creencia. Sin embargo, cuando Dios creó al hombre y a la mujer, sus pro­pósitos fueron muy distintos. 

La lucha de poder entre los sexos comenzó después de la caída. El relato bíblico hace referencia al primer desacuerdo entre Adán y Eva, cuyas respues­tas al ser cuestionados por su falta fueron las siguientes: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí. […] La serpiente me engañó, y comí” (Gen. 3:12, 13, RVR 95). Es obvio que ninguno se responsabilizó de sus actos; por el contrario, buscaron culpables para no reconocer su error. Es lo que suele ocurrir hoy en los matrimonios; los desacuerdos terminan en batallas y, las batallas, en una guerra que muchas veces pone fin a la relación. 

Dios quiere que la mujer y el hombre crezcan juntos como personas, pres­tándose ayuda mutua. Estamos hechos para trascender más allá de nuestras diferencias.

La desobediencia indujo al hombre y a la mujer a mirarse como oponentes, y a mantenerse en posiciones a veces irreconciliables. Desde ahí y hasta ahora, la lucha de poder se ha tornado más intensa. A menos que con humildad nos sometamos a Dios y, por ende, nos hagamos sensibles a las ne­cesidades del otro y aceptemos que ambos somos diferentes, nada cambiará. 

Los conflictos matrimoniales causan daño emocional a los cónyuges, pero no solo eso, rompen el núcleo familiar y desestabilizan a los hijos. Estos, para sobrellevar las circunstancias, buscan vías de escape como las adicciones o las malas compañías.

Ningún matrimonio está exento de sufrir desacuerdos, pero si analizan juntos el modo en que se comunican, deponen el orgullo y buscan a Dios como mediador, los desacuerdos serán solo eso y la relación saldrá fortalecida.

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