“Dios, el hábito de mi corazón”
“Guárdame como a la niña de tus ojos; escóndeme bajo la sombra de tus alas” (Salmos 17:8).
Se cree que su biblioteca tenía unos 32 mil libros, en seis idiomas, y que para el momento de su muerte los había leído casi todos. De él se decía, además, que era amigo de los pobres; y que la reina Victoria lo detestaba porque él se oponía a la idea de que ella extendiera su imperio sacrificando vidas humanas.
¿Quién era ese peculiar personaje? Era William E. Gladstone (1809-1898), primer ministro del Reino Unido en cuatro diferentes períodos, y miembro del Parlamento durante más de sesenta años.
Según Frank W. Boreham, William era todavía muy joven cuando, al recorrer las calles de Londres, se percató de la terrible suerte de quienes vendían favores sexuales para poder subsistir. Entonces resolvió que no descansaría hasta devolver “el gozo al menos a algunas de las mujeres cuyas vidas habían sido arruinadas por el egoísmo de los hombres” (Life Verses, t. 4, p. 248). Y cumplió su promesa. Años más tarde, junto con su esposa, fundó un hogar donde estas mujeres podían aprender un nuevo oficio y comenzar una nueva vida.
¿De dónde obtuvo William Gladstone la inspiración para librar las batallas de los más débiles, y a la vez lograr tanto en su vida? Quizá la respuesta está en una declaración que escribió en su diario cuando apenas tenía 21 años: “En la práctica –declaró–, lo importante es que la vida de Dios pueda ser el hábito de mi alma”.
Es más, cuando Lady Battersea –autora de Reminiscences–, le pidió a Gladstone que plasmara en un libro uno de sus pensamientos favoritos, él escribió: “Guárdame como a la niña de tus ojos; escóndeme bajo la sombra de tus alas” (Sal. 17:8).
Según escribe Frank W. Boreham, para William Gladstone el sentido de la presencia de Dios era el refugio al cual siempre podía acudir para hallar seguridad. Por esto, según contó alguien que lo visitó en su hogar, de una de las paredes colgaba un cuadro con las palabras: “El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos” (Deut. 33:27, RVR1960). Cuando veía ese cuadro con el texto de Deuteronomio, dice el relato que Gladstone exclamaba:
–¡Ese es mi mayor consuelo!
Su mayor consuelo, ciertamente, ¡y también el secreto de su grandeza! ¿Qué otra cosa se podría decir de quien anhela que la vida de Dios sea el hábito de su corazón, y que ha encontrado en los brazos eternos su mejor refugio?
Guárdame, oh Dios, como la niña de tus ojos; y cuando sople airada la tempestad, “escóndeme bajo la sombra de tus alas”.