«Sean bondadosos y compasivos unos con otros y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo» (Efesios 4:32).
En la ciudad de Nueva York, una joven llamada Zoe llevaba una vida que era más una montaña rusa que un paseo por el Parque Central. La razón era su papá. El hombre que debería haber sido su héroe, su protector, le falló mucho. En lugar de palabras de aliento, le lanzaba lluvias de críticas; en vez de abrazos, le daba frialdad y violencia. Crecer con un papá así fue como caminar por un campo minado: nunca sabía cuándo iba a explotar la siguiente bomba.
Pero Zoe encontró algo, o mejor dicho, a Alguien que fue más grande que su dolor: Jesús. A través de ese encuentro, descubrió la fuerza para hacer lo impensable: perdonar. No fue de la noche a la mañana; fue un proceso que le exigió enfrentarse a esos fantasmas del pasado con la armadura de un amor más poderoso que el rencor.
Me contó sus circunstancias en mi oficina, cuando yo era pastor en Nueva York, y su historia me dejó pasmado. Zoe, con lágrimas que decían más que mil sermones, me explicó cómo, a través de Jesús, logró soltar la carga de odio y dar el paso del perdón. Era como si le hubieran quitado cadenas de plomo de encima.
La relación con su papá cambió; no porque él cambiara, sino porque ella cambió el juego. Se armó de bondad y compasión, siguiendo el consejo de Efesios. Y en esa decisión encontró la libertad.
La historia de Zoe es una bomba de realidad. Nos enseña que el perdón no es un signo de debilidad, sino una declaración de fortaleza. No importa lo retorcido que haya sido el camino, hay una salida. Si ella pudo perdonar lo imperdonable, ¿qué nos detiene a nosotros?
Que el testimonio de Zoe sea un grito de guerra para todos los que están atrapados en la batalla del perdón. Cuando perdonamos, no solo liberamos a la otra persona: nos liberamos a nosotros mismos para vivir una
vida a todo color. Y eso, mi amigo, es el verdadero poder.
Oración: Querido Dios, gracias por tu amor y tu compasión incondicional hacia nosotros.