Escuchar esta entrada:
«Pero ustedes no dejen que nadie los llame «maestro». Ustedes solamente tienen un Maestro y todos ustedes son iguales como hermanos y hermanas» (Mateo 23: 8, PDT).
Durante la mayor parte de mi vida, he tenido el privilegio de dedicar mis mejores esfuerzos a enseñar a jóvenes procedentes de todo el mundo. Muchos de ellos me han confesado, en nuestros encuentros fortuitos o mediante sus mensajes, que en algún momento de su trayectoria como estudiantes habían sentido que nuestra relación tomaba otra dimensión, en la que por encima de nuestra condición de profesor y alumno se habían creado entre nosotros lazos como de familia.
Esto se me hizo más evidente en los largos años que trabajé en Francia, cuando esos estudiantes que se sentían más cercanos a mí dejaban de llamarme Monsieur (señor) y pasaban a llamarme frère (hermano). Sin darme cuenta, había ganado su confianza. Sentían que yo los apreciaba de veras, me preocupaba por sus problemas, defendía sus intereses y deseaba su bien.
Uno de los puntos que estos antiguos estudiantes suelen recordarme es que mis clases les ayudaron a abrir su mente a los demás y a desarrollar sus sentimientos de fraternidad, a través de una visión inclusiva, y no exclusiva del evangelio y del pueblo de Dios.
Me recuerdan incluso una parábola rabínica que solía contar en muchas de mis clases, que incluí en uno de mis libros, y que dice más o menos así…
Un día un viejo maestro preguntó a sus discípulos con qué signo concreto podían precisar cuándo para ellos había terminado la noche y había empezado un nuevo día. Uno de ellos respondió:
—¿Cuando a la distancia puedo distinguir una higuera de un olivo?
—No, no es eso —respondió el maestro.
—¿Cuando a lo lejos podemos distinguir una cabra de un cordero? —propuso otro. El maestro contestó que tampoco era esa la respuesta deseada.
—¿Pues cuándo? —preguntaron al fin los discípulos. Finalmente, el rabino respondió:
—Cuando al mirar el rostro de cualquier ser humano reconozcas en él a tu hermana o a tu hermano, es que ya ha amanecido para ti. Hasta entonces, en tu corazón sigue siendo de noche.
Si Dios es nuestro Padre, todos somos hermanos. Todas las distinciones que discriminan, segregan y crean barreras entre los seres humanos desaparecen para quien ha comprendido el evangelio de Cristo. Porque en él «ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús» (Gál. 3: 28, NTV).
Señor, abre mis ojos para ver en cada ser humano un hermano.