
Mi Valentín
Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos. (Juan 15:13)
Hoy muchos millones de nuestros contemporáneos celebran el «Día de los Enamorados, algunos incluso recuerdan a un tal (san Valentin), un sacerdote romano del que se sabe muy poco, que al parecer vivió en el siglo tercero y que, según la tradición, casaba a parejas en secreto.
La celebración actual, tenga o no relación con las lupercales o con algún santo llamado Valentín, es un evento más bien comercial, cultural y folclórico. Independientemente de sus objetivos originales, hoy solo parece tener como punto positivo el celebrar o evocar los sentimientos universales del amor, la afectividad y la amistad.
Los que intentamos guiarnos por la Biblia, tenemos ya un modelo supremo en quien inspirarnos para poner en práctica el amor. Pero no se llama Valentín sino Jesús.
En el mundo griego se utilizaban tres palabras para hablar de amor: eros (término del que deriva la palabra «erotismo») cuando se trataba de atracción sexual, sentimental o física; filía (término del que derivan palabras como «filantropía») cuando se hacía referencia al afecto de la amistad; y storgé cuando se trataba de lazos de solidaridad familiar.
Sin embargo, el tipo de amor que Jesús nos pide, y espera de nosotros, no es ninguno de esos tres. Es el amor agapé, que significa «buscar el bien del otro», «hacer bien» y «tratar bien». Esa es la base del amor verdadero para todas nuestras relaciones afectivas. Es el amor que debemos activar siempre, tanto para amar a Dios como para amar nuestros semejantes, e incluso para amarnos a nosotros mismos (Mat. 22: 37-40).
Así que, aunque no sea el «Valentín» o la «Valentina» de nadie, hoy, como cada día, quiero orar también para que Jesús me siga enseñando a amar a quienes me rodean. De todos modos, ese es el gran consejo de Juan, el llamado apóstol del amor: «Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios» (1 Juan 4: 7).