Coronados de gloria
“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:7, 8).
Pablo sabía que su tiempo estaba terminando. El momento de su partida había llegado. Él había sido prisionero del Imperio Romano por un tiempo, pero prisionero atado al Señor desde su conversión.
El Pablo que había desafiado a Timoteo a sufrir como buen soldado de Cristo es el que dice: “He peleado la buena, suprema y grandiosa batalla de la fe”. Él fue un luchador toda la vida. Luchó contra autoridades de esta Tierra y contra huestes espirituales de maldad. Se vistió de la misma armadura que ofreció a todos. No era Nerón el que terminaría con su vida; era él mismo quien la derramaba como un perfume, entregándola como una ofrenda de gratitud.
El Pablo que le había dicho a Timoteo que corriera como atleta es el que dice: “He terminado”. La carrera de su vida tuvo más obstáculos que cualquier otro, pero él corrió sin distracción y nunca claudicó. Había obedecido las reglas y estaba seguro del premio. El que había desafiado a guardar la fe dice que ha guardado la fe; es decir, la ha conservado y mantenido. Su vida no fue cómoda, pero fue fiel. Guardamos la fe cuando vivimos y reflejamos los principios del Señor.
Pablo, que había enfrentado sin temores acusaciones y jueces injustos, estaba listo para enfrentar al Juez justo y verdadero. Estaba seguro de su corona, guardada y reservada. No la recibiría al morir, sino en la resurrección.
Llegó el final, y sabe exactamente cómo morirá. Va a morir como vivió: cumpliendo la misión. Sabe que le espera una corona, como para todos los que aman la segunda venida de Jesús. Esa corona también puede ser para nosotros si amamos el regreso de Cristo, si vivimos en obediencia a su voluntad y si cumplimos la misión que nos ha concedido.
“Los que estén preparados recibirán pronto una corona inmarcesible de vida, y morarán eternamente en el Reino de Dios, con Cristo, con los ángeles y con los que han sido redimidos por la preciosa sangre de Cristo […] una corona de gloria sobre los que esperan, aman y anhelan la aparición del Salvador […] coronados de gloria, honor e inmortalidad” (Elena de White, La segunda venida y el cielo, p. 56).