El regalo de Santi
“Los justos claman, y el Señor los oye; los libra de todas sus angustias. El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido” (Sal. 34:17, 18, NVI).
Aquel día volví triste a casa porque él estaba triste. Sus pequitas coloradas y sus ojos azules muchas veces me animaban en los días en que más cansada estaba. Muchas veces me esperaba con mi chocolate favorito o con un simple mensajito dibujado en el pizarrón; pero ese día estaba apagado, un poco aislado y me confesó que le dolía la cabeza.
Más tarde me enteré que era, en parte, porque su papá había tenido que viajar unos días por trabajo. A su edad, yo tenía la misma reacción cuando mi papá viajaba por trabajo, así que enseguida simpaticé con él.
Lo cierto es que con sus ojitos llenos de inminentes lágrimas nos despedimos esa tarde y volví caminando a casa.
Oré por él, porque lo entendía, pero mientras subía por la calle me puse a pensar que su vivencia no solo me hacía recordar mi niñez.
Y es que ese día yo también estaba extrañando a mi Papá celestial. Me había alejado un poco de él, al estar llena de cosas para hacer y no dedicarle tiempo. Sentía que me hacía mucha falta charlar con él, pasar más tiempo juntos, escucharlo más… Y aunque no me dolía la cabeza, veía en mí la sintomatología típica de la aridez espiritual.
Santi me hizo ver que no siempre reaccionamos con tanto dolor cuando nos alejamos de Dios, que a veces somos más indiferentes a esa distancia y hay días que terminan con una comunicación insuficiente sin que parezca afectarnos demasiado.
Unos días más tarde, con una sonrisa triunfal en el rostro, entró al aula de la mano de su papá y me regaló una riquísima torta.
Nuestro Padre celestial no se cansa de mostrarnos, hasta en los más mínimos detalles, que está ansioso por pasar tiempo con nosotros y que a su lado las lágrimas pueden convertirse en gozo.
“Su corazón está abierto a nuestros pesares, tristezas y pruebas. […] Podemos apoyar el corazón en él y meditar todo el día en su bondad. Él elevará al alma, por encima de la tristeza y perplejidad cotidianas, hasta un reino de paz” (El discurso maestro de Jesucristo, p. 17).