El buscador de oro del Klondike
“Elige una buena reputación sobre las muchas riquezas; ser tenido en gran estima es mejor que la platao el oro” (Proverbios 22:1, NTV).
Si pudieras comprar cualquier cosa que quisieras, ¿de qué modo preferías obtener el dinero necesario? ¿Ganando la lotería? ¿Recibiendo una gran herencia de un tío desconocido? ¿O viviendo la aventura de buscar oro en un arroyo de montaña?
George Carmack era un hombre que eligió esto último. ¿Quién era y a qué se dedicaba? Se hizo famoso por descubrir oro en el curso del río Klondike, en el territorio canadiense del Yukón. Nació en California y, siendo muy joven, se unió al Cuerpo de Marines de Estados Unidos, en el que sirvió durante diez años. Cuando tenía poco más de veinte años, Carmack fue al territorio del Yukón, en el noroeste de Canadá, y se casó con una nativa norteamericana (fue una unión de hecho). Al principio, no parecía estar muy interesado en buscar oro pero, luego, las cosas cambiaron. En el verano de 1896, estaba pescando en el río Klondike con el hermano y el sobrino de su mujer cuando decidieron explorar el cercano arroyo Rabbit. Fue allí donde Carmack descubrió piezas de oro tan grandes que ni siquiera necesitó buscarlas con una batea. Algunas piezas eran tan grandes como su pulgar.
El descubrimiento de Carmack desató la última gran fiebre del oro del siglo XIX. Los historiadores estiman que más de 100.000 personas fueron a probar suerte en la búsqueda de oro. Algunos cargaron todo lo necesario para vivir y trabajar allí durante años. Otros llevaron poco más que la ropa que tenían puesta. Lamentablemente, la mitad de los buscadores de oro nunca llegaron a su destino. Pocos de los que alcanzaron el Klondike eran mineros experimentados, y muchos tuvieron que regresar a causa de la enfermedad, el hambre y el frío intenso.
Pero Carmack tuvo mejor suerte y, para 1898, era un millón de dólares más rico (hoy serían 125 millones). Desgraciadamente, unos años más tarde, abandonó a su mujer y a su hija, a quienes no les dejó nada del dinero por el que habían trabajado juntos. Se trasladó a Vancouver, en la Columbia Británica, donde se casó con la hija de un magnate rico. Y en este día de 1922, falleció con solo 61 años. Era rico pero, al final, murió como todo el mundo: sin llevarse nada más que su reputación (que no era muy buena) y el traje que con el que lo enterraron.
Podemos concluir que es mejor buscar una reputación brillante que el pasajero brillo del oro.