De corazón
“Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo levantó de entre los muertos, serás salvo, porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Romanos 10:9, 10).
Todo lo que viene del corazón sale por la boca. Entonces, las palabras que salen por la boca ¿muestran la calidad del corazón? Exacto. Pablo dice que con el corazón se cree para justicia y con la boca se confiesa para salvación. Todo empieza en el corazón.
Verena tenía siete años cuando, enojada, salió de la cocina dando un portazo… el cual, de manera poco delicada, golpeó a su abuela Nilda. Fue una situación simple, que no produjo ninguna consecuencia mayor. Pero en la familia, todos querían enseñar a Verena que tenía que pedir perdón. Después de tanta insistencia adulta, la niña se paró frente a la abuela. Quería abrir su boca para hablar, pero le costaba mucho. Finalmente, dijo: “Esto es muy difícil”.
Pensemos: ¿Qué era lo “difícil”? ¿Hablar? ¡No! Lo difícil era hablar sobre algo que no salía del corazón. En este caso, se trataba de pedir perdón. El problema siempre está en nuestro interior.
El hombre mira afuera, pero Dios puede mirar y leer el corazón. Jesús lo explica de la misma manera, al decir que “el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo, porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Luc. 6:45). Lo que se confiesa con la boca es lo que se cree y recibe en el corazón.
Confesar sin creer es tanto ineficaz como muy difícil, tanto para el que lo recibe como para el que lo transmite, porque “el profesar que se pertenece a Cristo sin sentir ese amor profundo, es mera charla, árido formalismo, gravosa y vil tarea” (Elena de White, El camino a Cristo, p. 45). Y en la página 18 del mismo libro declara:
“Debe haber un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo Alto, antes de que el hombre pueda convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Únicamente su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraer esta a Dios, a la santidad”.
Mario, un profesor que tuve, me dijo cierta vez: “Empieza siempre por lo más difícil, porque eso es lo que vale la pena”. Por eso, aunque sea muy difícil, vamos a empezar por donde corresponde: nuestro corazón.