Calmada y aquietada
“En cambio, me he calmado y aquietado, como un niño destetado que ya no llora por la leche de su madre. Sí, tal como un niño destetado es mi alma en mi interior” (Sal. 131:2, NTV).
El pastor y autor John Piper, en su artículo “Desiring God”, dice que existen dos tipos de orgullo: el de los que tienen y el de los que desean tener. Los que poseen estatus, poder y dinero, a menudo se enorgullecen de esto. Por otro lado, los que no tienen revelan su orgullo al desear poseer todo eso. Aunque el orgullo de los débiles se manifiesta de forma más sutil que el de los fuertes, ambos son letales.
El rey Saúl acusó a David de ser un usurpador que deseaba poseer algo que no le correspondía (1 Sam. 20:31). En otras palabras, lo llamó orgulloso. En el breve Salmo 131, David declara su inocencia. En el primer verso, el salmista dice: “Señor, mi corazón no es orgulloso; mis ojos no son altivos. No me intereso en cuestiones demasiado grandes o impresionantes que no puedo asimilar”. David está dejando claramente dicho que convertirse en rey no es su ambición personal, sino el llamado de Dios. En el resto del salmo descubrimos el secreto que David usó para mantenerse fiel y humilde: aquietar el alma.
En el Salmo 131, David se compara con un bebé destetado. Los bebés que aún están amamantando, cuando las madres los toman en brazos, piensan en comer; ven a su madre como la inmediata satisfacción de su hambre. Sin embargo, un niño destetado abraza a su madre simplemente para estar cerca de ella. David dice que, en su relación con Dios, él es un niño destetado. David se acerca a Dios solo por amor. David entiende que aunque Dios no le dé una bendición en particular, nunca negará su presencia, que es la mayor bendición de todas.
El destete es un proceso necesario para el crecimiento del bebé, pero no es sencillo. Hay un duelo, una pérdida, un cambio que trae lágrimas. Ya sea que tengamos sueños que Dios nos dio y se están demorando, o ambiciones personales, debemos aprender a contentarnos como David. Tenemos que acallar nuestra alma y aceptar el duelo. El orgullo trae enojo y lucha interior. El orgullo nos hace creer que Dios nos debe, que nos está dando menos (Luc. 15:28). La humildad trae contentamiento y paz interior. La humildad nos revela que, sin importar qué tengamos y qué nos falte, Dios siempre da de más (Rom. 5:6-8).
Señor, te debo todo y tú no me debes nada. Enséñame a aquietar mi alma en tu presencia, a buscarte a ti y no a tus bendiciones. Hoy quiero vivir en humildad y paz.
Amen