Sin efectos especiales
“Y el Señor vino y llamó igual que antes: —¡Samuel! ¡Samuel! Y Samuel respondió: —Habla, que tu siervo escucha” (1 Sam. 3:10, NTV).
Cuando el joven Samuel oyó la voz de Dios por primera vez, le pareció que era Elí quien le hablaba. No sonaron truenos ni centellearon relámpagos; la voz de Dios no vino acompañada de ningún tipo de efecto especial de los que Hollywood usaría. De hecho, fue justamente porque la voz sonaba tan normal que Samuel pensó tres veces que era Elí quien le hablaba. Algo similar le sucedió a Elías. Asomado desde la entrada de la cueva, en Horeb, Elías observó al viento destrozar las rocas y hacerlas añicos; luego, vino un terremoto y luego, un incendio. ¡Todos los efectos especiales juntos! Sin embargo, la presencia de Dios no estaba en ninguno de estos fenómenos. Finalmente, vino un suave murmullo, y al oírlo Elías se cubrió el rostro. Muchas veces pensamos que Dios no nos habla porque esperamos que su voz suene grave y profunda, como la voz de los locutores de radio de antaño. Creemos que Dios habla a otras personas, más santas y más consagradas, pero no a nosotras. La verdad es que oír la voz de Dios es el privilegio de todo creyente y Dios ya está hablando contigo; solo debes aprender a reconocerlo.
Aunque Dios puede hablarnos de forma audible, muchas veces lo hace a través de un suave murmullo en nuestra mente, inspirándonos un pensamiento. Pero como muchas de nosotras tenemos mentes ruidosas, llenas de las demandas urgentes del día a día, de preocupaciones, y aun de las palabras hirientes que alguien nos dijo cuando éramos niñas, nos cuesta reconocer su voz. Cuando aprendemos a afinar el oído, ¡la transformación es sorprendente! Repentinamente, comenzamos a oír a Dios que nos susurra mensajes de amor y sabiduría a lo largo del día. “Él nos habla en todo lugar y en todo momento”, escribe Samuel Williamson en Hearing God in Conversation [Oír a Dios en conversación], “aunque tal vez más a menudo en las tareas comunes y en la rutina: al cortar el césped, al sacar la basura, al conducir hacia una tienda… Cuanto más aprendemos a oír su voz, más a menudo la oímos”. Dios quiere hablarnos. Como el joven profeta, debemos decir: “Habla, Señor, que tu sierva oye”, y prestar atención al suave murmullo.
Señor, gracias porque tú me hablas a diario. Hoy te pido que me guíes, que inspires mis pensamientos y que me hables en medio de la rutina del día. ¡Habla, Señor; tu sierva oye!
Amén, amén y amén
Amen