Ser anciana
“Pon tu vida en las manos del Señor; confía en él, y él vendrá en tu ayuda” (Sal. 37:5).
En el año 160 a.C., la vejez era vista como una enfermedad. Cuando un anciano moría, se decía: “Se acabó la pelea de un derrotado”. A pesar de los años transcurridos, la tendencia parece no haber cambiado mucho; hoy se pondera la juventud como un tesoro y se desestima la vejez, mirándola como una pérdida irremediable.
Pareciera ser que la vejez solo se considera un asunto de salud; las fuerzas menguan, las capacidades físicas se deterioran, se acaban la agudeza visual y auditiva, y las facultades intelectuales aminoran. Obviamente la plenitud de vida va más allá de los aspectos físicos.
En la ancianidad, la corporalidad se vive de otro modo, pero no menos intenso que en la juventud. Los pasos lentos de una anciana son también una respuesta a los años vividos. La prisa es innecesaria; es tiempo de contemplación, de reflexión y de encuentro con la vida. Esta es una lección que bien harían en aprender los jóvenes para no ser tragados por la vorágine de la vida moderna.
Es en esta etapa de la vida cuando se tiene como prioridad lo que es esencial y se deja de lado lo trivial. La productividad no se acaba; simplemente tiene otro sentido. Las manos, los labios y los brazos de la anciana están cargados de historias de vida, deseos cumplidos, fracasos superados. Quien busca estrechar esas manos y oír esas historias tiene ante sí un manual de vida que enseña, corrige y aconseja de manera práctica, no con una teoría que no haya sido probada. Las experiencias de vida son las que le dan autoridad. Es en este tiempo cuando la amistad con Dios es tan genuina y real, que solo se piensa en la muerte como el momento de acercarse al día de la venida del Señor.
Vive tu vejez con gratitud a Dios por haber llegado a este tiempo tan especial de la vida, que te pone como maestra del bien, consejera y amiga. Este día y hasta el último de tu vida Dios está y estará contigo.