El tormento de un niño
“No digan malas palabras, sino solo palabras buenas que edifiquen la comunidad y traigan beneficios a quienes las escuchen” (Efe. 4:29).
Me encontraba aquel día en una sesión de terapia con una hermosa niñita de apenas diez años de edad. El trabajo terapéutico con ella estaba encaminado a descubrir cuáles eran las emociones dominantes en su corta existencia, dado que su madre reportaba manifestaciones de enojo desmedido. A través del juego, me pude dar cuenta de que lo que había dicho la madre era cierto: la pequeña tenía graves problemas para dominar su enojo. Cuando la nena habló de su enojo, tomó con ambas manos su cabeza, diciendo: “Es algo tormentoso”.
He aquí una niña atormentada. Increíble. Ese fue el reporte que ella me dio y yo no podía ponerlo en duda. Quien está atormentado vive en un laberinto de angustia y dolor, tanto emocional como físico. ¿Cómo es posible que alguien que está apenas entrando en la antesala de la vida pueda sentirse así? ¿Qué circunstancias pueden llevar a un ser tan pequeño a sentirse tan mal? La respuesta es simple, pero la solución no lo es tanto.
La falta de apego emocional que ocasionan las “riñas” entre los padres puede ser devastadora para la personalidad de un niño. Los gritos que los esposos se profieren mutuamente frente a sus hijos generan angustia, pánico al abandono y finalmente enojo desmedido en los niños, que los lleva a lastimarse a sí mismos y a lastimar a otros. Es imposible que ser testigos de esas experiencias no deje huella en su carácter en formación y fácilmente impresionable.
Tus hijos y su salud física, mental y espiritual son tu responsabilidad. La hora de arreglar cuentas llegará cuando Dios te pregunte: “¿Dónde están los hijos que te di?” Espero que encuentres para esa pregunta una respuesta satisfactoria.
Querida amiga que lees estas líneas, no comiences este día sin poner en las manos de Dios a tu familia, a tus hijos, a tu esposo, tus problemas. Su promesa es: “Llámame y te responderé, y te anunciaré cosas grandes y misteriosas que tú ignoras” (Jer. 33:3).