La cosecha será mejor que la siembra
“Acuérdense de esto: El que siembra poco, poco cosecha; el que siembra mucho, mucho cosecha” (2 Cor. 9:6).
El hombre lleva el arado con mano firme. Un surco de sudor se ve correr por su frente y sus mejillas. No es tiempo de descansar, a pesar de que el sol le golpea la piel sin piedad y la sed le araña la garganta. Las piernas le tiemblan y el polvo que sube de la tierra se le cuela por cada poro de la piel. Sin embargo, él no desiste. Continúa, teniendo como único aliciente la cosecha que llegará después de que pase el invierno, cuando ya la semilla se haya convertido en fruto, coronando su esfuerzo, llenándolo de gloria y recordándole que mereció la pena el esfuerzo.
Querida amiga, tu vida es el terreno en el que siembras la semilla; y ¿sabes qué? Puedes hacer de él un sequedal o una tierra fértil. Ahora, en tu juventud, es cuando debes ponerte detrás del arado para sembrar la buena semilla en el surco naciente de tu existencia. Necesitarás esforzarte, permanecer sin desistir cuando el calor de la prueba arrecie y las dificultades hagan temblar tu mano. Tendrás que perseverar sin descanso, poniendo a un lado lo intrascendente y yendo con voluntad y decisión a alcanzar tus sueños.
Tu juventud es el garante de tu éxito; tienes tiempo, oportunidades, vigor físico y capacidades intelectuales que te garantizan una gran cosecha. Y un día, sentada bajo el árbol de tu vida, mirarás pasar el tiempo y podrás despedirte de él con la satisfacción del deber cumplido.
Jesús, siendo aún joven, culminó su misión en este planeta y lo logró siendo aguijoneado por el sufrimiento y el desprecio de quienes debieron haberlo adorado. Reafirmó su decisión dependiendo de su Padre, haciendo su labor con convicción personal, sin buscar la aprobación de los demás. Hoy está sentado a la diestra del Padre como vencedor.
Hoy es tu día; día de sembrar. Levántate y ve hacia tus objetivos. Vislumbra con los ojos de la fe los frutos de tu siembra. No solo tendrás un lugar de honor en esta tierra, sino también en el día glorioso, cuando Cristo seque el sudor de tu frente y te corone como una hija de Dios que vuelve al hogar con las manos llenas de gavillas, llenas del precioso grano.