“No desistiré de hacerles bien”
“Les daré un corazón y un camino […]. Haré con ellos un pacto eterno: que no desistiré de hacerles bien” (Jeremías 32:39, 40).
El profeta Jeremías hizo una pregunta que tiene mucha vigencia para los que vivimos en el siglo XXI: “¿Puede el etíope mudar su piel, o el leopardo sus manchas? Así ustedes, ¿podrán hacer el bien estando acostumbrados a hacer el mal?” (Jer. 13:23, NBLA). Así como un ser humano no puede cambiar el color de su piel, tampoco es capaz de hacer el bien por sí mismo. Estamos tan habituados a practicar lo malo que incluso hemos desarrollado talentos especiales para ello. El mismo profeta se refiere a los que “son sabios para hacer el mal, pero no saben hacer el bien” (Jer. 4:22).
Seiscientos años después de Jeremías, el apóstol Pablo también puso de manifiesto nuestra innata incapacidad para hacer el bien: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Rom. 7:18). La raíz del problema no está fuera, sino dentro de nosotros, en nuestra naturaleza humana que se opone tenazmente a todo lo que tenga que ver con Dios. Es esa naturaleza la que deja una estela de maldad a nuestro paso.
¿Y es posible que se pueda producir un cambio en nuestra perversa naturaleza? Sí, es posible, pero solo si dejamos que Dios obre en nosotros. A la gente mala, incapaz de hacer lo bueno, del tiempo de Jeremías, el Señor les dio esta promesa: “Les daré un corazón y un camino, de tal manera que me teman por siempre, para bien de ellos y de sus hijos después de ellos. Haré con ellos un pacto eterno: que no desistiré de hacerles bien” (Jer. 32:39, 40).
A los que somos malos Dios nos promete darnos un corazón capaz de obedecerle. Él no está prometiendo mejorar lo que somos, sino transformarnos por completo. Esa promesa, la de darnos un corazón, se repite constantemente en las Escrituras (ver Eze. 11:19; Jer. 24:7; 2 Crón. 30:12; Eze. 36:26). Además, a los especialistas en cometer maldades, Dios nos promete: “No desistiré de hacerles bien” (Jer. 32:40).
Literalmente, lo que el texto dice es que él “no se arrepentirá [en hebreo, lehashiv] de tratarnos bien”. Somos nosotros los que hemos de arrepentirnos y pedirle que cumpla esas promesas en nuestra vida.