Se hunde el barco
Los discípulos, viéndole andar sobre el mar, se turbaron, diciendo: ¡Un fantasma! Y dieron voces de miedo. Mateo 14:26.
Justo después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús pidió a sus discípulos que se adelantaran en la barca, mientras él iba a orar a solas en el monte. A los discípulos les costó mucho cumplir aquella orden, pues no querían irse, sino coronar rey a Jesús en aquel momento y en aquel lugar, liderados por Judas. “Nunca antes había parecido tan imposible cumplir una orden de Cristo” (DTG, p. 341). Su terquedad y confianza propia los llevó a demorar la partida. Cuando al fin cruzaban el lago, estaban tan contrariados como el viento. Si escuchas la voz de Dios antes de tomar una decisión impulsiva, te evitarás tormentas innecesarias.
El mar de Galilea no es sino un lago de unos 21 kilómetros en la parte más larga y unos 12 kilómetros en la parte más ancha, y muy vulnerable a los vientos. Los discípulos remaban en contra de la dirección del viento (ver Marcos 6:48). Sabían que estaban en gran peligro. Era un trayecto de una hora, pero se demoraron una noche entera (ver Mateo 14:25). Si confías más en su palabra que en tu sabiduría, te evitarás muchas tardanzas. Mientras vencían la tempestad, sus propios pensamientos tumultuosos se fueron calmando. “Dios hace con frecuencia esto cuando los hombres se crean cargas y dificultades” (ibíd., p. 343).
La noche avanzaba con relámpagos y truenos interminables, los discípulos habían luchado durante unas nueve horas, y a la hora más oscura, a la cuarta vigilia (entre las 3 y las 6 de la madrugada), apareció una forma sobre las aguas. Gritaron aterrorizados, no esperaban que Jesús viniera de esa forma y a esa hora. En tu hora más oscura, en medio de un tormentoso mar de dificultades, Dios aparece en el lugar, el momento y la forma que no imaginas. El miedo te hace ver fantasmas donde está tu fuente de ayuda. El miedo limita o distorsiona la visión espiritual.
“¡Con cuánta frecuencia nos aferramos a los remos, como si nuestra propia fuerza y sabiduría bastaran, hasta que encontramos inútiles nuestros esfuerzos! ¡Entonces, con manos temblorosas y fuerza desfalleciente, entregamos el trabajo a Jesús y confesamos que no podemos cumplirlo! Nuestro misericordioso Redentor se compadece de nuestra debilidad; y cuando, en respuesta al clamor de la fe, él asume la obra que le pedimos que haga, ¡cuán fácilmente realiza lo que nos parecía tan difícil!” (4TI, p. 522).