¿Tú me has de edificar casa?
“Ve y di a mi siervo David: Así ha dicho Jehová: ¿Tú me has de edificar casa en que yo more? Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que saqué a los hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda y en tabernáculo. Y en todo cuanto he andado con todos los hijos de Israel, ¿he hablado yo palabra a alguna de las tribus de Israel, a quien haya mandado apacentar a mi pueblo de Israel, diciendo: ¿Por qué no me habéis edificado casa de cedro?” (2 Sam. 7:5-7).
Esta historia es un claro ejemplo del amor insondable de parte de Dios por sus hijos, de la naturaleza de sus explicaciones y de la bendición que trae tener una actitud correcta ante ellas.
David venía proponiéndose grandes cosas para hacer de su reinado uno en que se notara que Dios era Rey. Había traído nuevamente el arca y tenía planes de traer el resto de las cosas que estaban en el antiguo tabernáculo a Jerusalén, a la que había constituido como capital de su reino y donde había construido su palacio. Su intención era edificar un templo para demostrar su aprecio por la presencia divina.
Aparentemente, no había algo malo en su plan. Pero, así como había sido necesario que recordara la santidad del arca y las instrucciones detalladas que Dios había dado (por cuya transgresión Uza había pagado con su vida), debía entender que los designios divinos eran los que debían dirigir cada una de sus acciones.
David agradeció el mensaje divino traído por medio de Natán y, aunque no obtuvo el permiso para llevar a cabo su plan, se alegró por saber que Dios lo había llevado hasta el trono y que de su casa saldría el futuro constructor. Estuvo dispuesto a someterse a la voluntad de Dios, incluso sobre sus propios deseos.
“Muy raras veces se ve, aun entre los cristianos, la resignación agradecida que él manifestó” (Patriarcas y profetas, p. 770).
Quizás hemos trazado planes que no son malos en sí, pero dejemos siempre que Dios los dirija y mostremos una actitud humilde y agradecida.