Las uvas del perdón
“Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Pues una rama no puede producir fruto si la cortan de la vid, y ustedes tampoco pueden ser fructíferos a menos que permanezcan en mí” (Juan 15:4, NTV).
Cada vez que desprendemos una uva, esta se desgarra. No hay forma de no “lastimarla”. Pero el momento en que rompemos su equilibrio no necesariamente es malo; es el momento en que más dulzura destila. Aunque parece que muere, en realidad da vida.
Hay una frase que siempre me gustó: “El perdón es la fragancia que derrama la violeta en el talón que la aplastó”.
Busqué por todos lados para saber quién la dijo, pero no hay consenso; sí muchas versiones. Creo que a lo largo de la historia algunos han llegado a la misma conclusión y han descubierto –en diferentes contextos e idiomas–, una verdad que resulta universal: vale la pena perdonar.
Al perdonar, nos parecemos un poco más a Jesús, y nada malo puede salir de eso.
Sin embargo, es importantísimo recordar que, aunque Dios nos manda a perdonar, la restauración de la relación no siempre es posible o necesaria. Hay relaciones que se ven afectadas y que son dañinas para una o ambas partes, y lo más saludable es no continuarlas. Pero siempre hace bien perdonar, aunque el otro no reconozca su error o no pida perdón.
El perdón es un don divino que podemos recibir y brindar, una de las cosas más difíciles de hacer en la tierra y, a la vez, una de las cosas que más paz trae. Es algo para lo que tenemos que estar unidos a Dios.
Si intentamos producirlo nosotros, no será igual. Nuestra forma de perdonar muchas veces acarrea rencor y castigos posteriores a la otra persona, o permite maltratos continuados que atentan contra nuestro valor y dignidad, regalos valiosos y no negociables como hijos de Dios. Solo él puede ayudarnos a encontrar un equilibrio y a perdonar y amar tanto como él perdona y ama. Por eso debemos permanecer en él.
Oremos para que Dios nos ayude a destilar esa dulzura que viene con el perdón.