
Ayúdame a creer
«Jesús le dijo: “Si puedes creer, al que cree todo le es posible”. Inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: “Creo; ayuda mi incredulidad”» (Marcos 9: 23-24).
Cuando Dante llegó a nuestro seminario, lo primero que me llamó la atención fueron sus tatuajes que, desde el cuello hasta los brazos, saltaban a la vista. Poco tardaría en darme cuenta de que, detrás de las engañosas apariencias de un extatuador, latía el corazón de un hijo de Dios lleno de magníficas posibilidades de servicio.
Después de diez años de luchas, a Dante le costaba entender una salvación gratuita. Aunque había sentido el llamado de prepararse para ser pastor desde que empezó a frecuentar la iglesia, sentía que en su relación con Dios había más miedo que amor, y no lograba deshacerse de sus sentimientos de culpa, herencia de su pasado. Trataba de apaciguar las demandas de un dios exigente, severo e implacable, porque el dios que había conocido hasta entonces no le decía a él: «Con amor eterno te he amado» (Jer. 31: 3), y no llegaba a convencerse de que Jesús no había venido a condenar, sino a salvar (ver Juan 3: 17).
Hundido en una crisis de fe, Dante tuvo el encuentro que cambiaría su vida. Un día, sentado en el suelo, su mirada quedó atraída por una hormiga portando una miga que procedía de un panecillo que él mismo había compartido con un compañero esa mañana.
«¿Qué ves?», parecía preguntarle una voz con insistencia.
En su fuero interno, trataba de responder que no veía nada. Pero la pregunta «¿qué ves?» seguía interpelando a su conciencia. Y, dando rienda suelta a su desazón, respondió a Dios diciéndole que lo veía como alguien capaz de cuidar de una simple hormiga, pero que no lo veía actuar en su vida y no llegaba a confiar en él. Tras desahogarse con Dios, se atrevió por fin a decirle lo que sentía de veras: «Padre, ayuda mi incredulidad. Ayúdame a creer. Señor, ven en auxilio de mi poca fe».
Desde ese momento, este versículo se convirtió en el propulsor de un llamado que, junto a su esposa Raquel, lo fue llevando de la mano a un viaje que empezó en Gran Canaria, pasó por Sevilla y siguió por Alemania, Austria y Suiza. Un viaje en el que Dios no solo lo restauró a él, sino que además restauró su matrimonio y su relación con sus hijos, familiares y amigos.
Cuando reconocemos nuestra condición impotente frente a Aquel que no ha venido a condenar sino a salvar, nuestra vida se transforma. Y de las cenizas de nuestra oración, surge la fe.