
«Tal vez crees que puedes condenar a tales individuos, pero tu maldades igual que la de ellos […] Cuando dices que son perversos y merecen ser castigados, te condenas a ti mismo porque tú, que juzgas a otros,también practicas las mismas cosas» (Rom. 2:1, NTV)
El 30 de abril de 1945, Hitler se suicidó en su búnker de Berlín junto a su esposa Eva Braun. Su cuerpo fue quemado por sus seguidores para evitar que cayera en manos de los soviéticos, que habían tomado la ciudad.
Hitler es uno de los grandes villanos de la historia humana. Es la cara más conocida del nazismo, el «racismo científico», el antisemitismo y la eugenesia. Pero lo que tal vez no sabías es que Hitler no era alemán, sino austriaco. Hitler nació en Braunau am Inn, una pequeña ciudad cerca de la frontera con Alemania. Se mudó a Alemania en 1913, luchó en la Primera Guerra Mundial y después de la guerra, se unió al Partido Nazi y ascendió rápidamente en sus filas. En 1925 renunció a la nacionalidad austríaca y el 25 de febrero de 1932 se hizo ciudadano alemán.
¿No te parece paradójico? El hombre que promovía la supremacía alemana no era alemán. Cuando Hitler hablaba de los alemanes como una raza superior, al menos en parte, se descalificaba a sí mismo. El colmo de esta paradoja es que, según las investigaciones, el niño que se usaba para promover la supremacía alemana,
¡era judío!
La paradoja de Hitler no es más que un pálido reflejo del mal que habita en el corazón de cada ser humano. Nos centramos tanto en los demás que a menudo ignoramos nuestras propias imperfecciones, que suelen ser las mismas o incluso peores. Así que por lo general somos culpables de lo mismo que señalamos en el prójimo. Pablo nos advierte sobre el peligro de juzgar a los demás sin reflexionar en nuestra propia condición, ya que todos somos pecadores salvados por la misericordia de Dios. Por tanto, en lugar de juzgar, lo mejor
que podemos hacer es seguir el consejo de Jesús y concentrarnos en nuestras propias imperfecciones. ¿Y qué de los demás? Con respecto a nuestro prójimo, lo mejor que podemos hacer es mostrarles el amor de Dios, para que ellos también encuentren el perdón y la restauración que Dios nos ha brindado a nosotros.

