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«De cierto, de cierto les digo que […] si el Hijo los liberta, serán verdaderamente libres» (Juan 8: 34, 36, RVC).
Imagina que eres judío, que eres el hijo mayor y que naciste prisionero en un campo de trabajo vigilado por soldados. Ha caído la noche. Hay rumores en todos los sentidos que indican que algo importante va a ocurrir antes del amanecer. Muchos hablan de evasión, de huida, de liberación.
Los jefes del sector de trabajo de ustedes —porque incluso entre prisioneros suele haber jefes— les han dado unas consignas que no has acabado de entender, porque tu vida de prisionero te ha habituado a vivir en la arbitrariedad. Eres muy joven y estás acostumbrado a no entender muchas de las órdenes que recibes. Esta es muy grave: «Si haces lo que te dicen, vivirás; si no, estás condenado a muerte. Esta misma noche».
¿Cómo te sentirías en una situación así?
El tiempo avanza. En un silencio difícil de mantener, todos los prisioneros que conoces, incluida tu familia, se están preparando para la huida. Después de tantos años de sufrimientos y humillaciones, ¿será posible que esta noche consigas la libertad?
Tu madre te da algo de comer, un pan amasado a toda prisa y mal cocido. Todavía ves unas manchas de sangre en tus manos, de esa con la que tus padres te han pedido que marcaras muy claramente el dintel de la puerta de la casucha donde vives.
De pronto, escuchas gritos, voces que se acercan y, sin darte tiempo a pensar lo que está pasando, te ves arrastrado por una ola de fugitivos que grita, llora y ríe al mismo tiempo, y corre loca de alegría hacia la libertad.
Alguien te ha salvado la vida. Increíblemente. Y ahora, eres libre.
Este es el sentido de la primera Pascua de la historia: Dios «pasó por encima de las casas de los hijos de Israel en
Egipto […] y nos libró» (Éxo. 12: 27).
«Jesús es nuestra Pascua» (ver 1 Cor. 5: 7), nos dirá el apóstol Pablo. Es decir, nuestro liberador. Estábamos condenados a morir como esclavos del pecado, y él nos ha liberado por su gracia y por el poder de su Espíritu. Jesús ha hecho realidad, en nuestra vida personal, las promesas de liberación del antiguo pacto con el pueblo de Israel.
Nuestra liberación hace tiempo que empezó. Pero nuestro éxodo todavía no ha terminado. Pronto acabará y por fin llegaremos a la tierra prometida. Entonces nuestra liberación será por fin total y definitiva.
Señor, libérame ya hoy de todo lo que todavía me encadena y enséñame a disfrutar en tus brazos de la libertad que has conseguido para mí.

