
«Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron» (Juan 1: 11, NVI).
La necesidad de que Dios se nos manifieste de alguna manera está arraigada en lo más profundo de nuestro ser, en todos los tiempos y en todas las sociedades. Podríamos decir que ya venimos a este mundo con nostalgia de Dios. De ahí esa necesidad universal de que alguna señal nos confirme que no estamos solos en este vasto universo, que el cielo al que se dirigen espontáneamente nuestras oraciones no está vacío y que alguien nos escucha y se interesa por nosotros.
Esa necesidad de un Dios cercano y accesible, de un Dios que habite entre nosotros, evocada en este pasaje del prólogo de Juan, ha sido expresada, repetida y compartida por innumerables buscadores de Dios a lo largo de la historia. Así la expresa uno de ellos:
Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo, tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera convencerme de que efectivamente poseo una definición de Dios, un concepto de Dios. Pero no poseo nada semejante. Son raras las veces en que pienso en Dios, sencillamente porque el problema me excede tan sobrada y soberanamente, que llega a provocarme una especie de pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis razones. «Dios es la Totalidad», dice a menudo A… «Dios es la Esencia de todo», dice B, «lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía. Dios es la Gran Coherencia ». Soy capaz de entender una y otra definición, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable que ellos estén en lo cierto, pero no es ese el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en que pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas. Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si Dios es solo la energía que mantiene vivo el Universo, si es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un insignificante piojo de su reino? No me importa ser un átomo del último piojo de su reino, pero me importa que Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me importa asirlo con mi corazón.
Señor, mi alma también tiene sed de ti (ver Sal. 42: 2). Gracias te doy porque puedo vivir hoy percibiendo que tú estás conmigo.

