
«Sin embargo, para no ofenderlos, ve al lago, echa el anzuelo, y toma el primer pez que saques. Al abrirle la boca, hallarás una moneda. Tómala, y dásela a ellos
por ti y por mí» (Mateo 17:27).
—¿Sabes que los fariseos se ofendieron con lo que les respondiste? —le dijeron los discípulos a Jesús, después de la controversial plática que había sostenido.
El asunto en discusión era el lavado de manos que los discípulos no practicaban. Jesús los confrontó con otra pregunta para finalmente llamarlos hipócritas (Mateo 15:12). Con la franqueza y la omnisapiencia de Jesús, en contraste con los corazones corrompidos de los fariseos, era normal que se ofendieran con sus palabras. No obstante, no era el objetivo del Gran Maestro dejar en las mentes de sus discípulos que pueden ir por la vida ofendiendo a sus semejantes bajo el estandarte de «la verdad es buena, aunque duela».
Es evidente que, ante todo, la verdad debe prevalecer; sin embargo, nuestros actos y palabras siempre deben llevar la sazón de la bondad. Para ello, es necesario hacer a un lado el orgullo que nos lleva a actuar impulsivamente cuando suponemos que tenemos la razón. En la siguiente oportunidad que Jesús tuvo, les dejó esta maravillosa lección a sus alumnos. Al entrar en Capernaúm, los que cobraban el impuesto para el templo, abordaron a Pedro para cuestionar por qué Jesús no había pagado su impuesto.
Era costumbre que los rabinos, maestros o profetas no pagaran el impuesto y esto suponía otra trampa para acusar a Jesús. El versículo de hoy comienza diciendo: «Sin embargo, para no ofenderlos». Es decir, Jesús no hizo válido su derecho como maestro ni como Hijo de Dios, con el fin de evitar más problemas. Él no estaba obligado a pagar ese impuesto y aun así lo hizo, pues no afectaba sus principios ni su persona. Era más bien «caminar la segunda milla».
Aquel fue un gran ejemplo de mansedumbre para quienes, más tarde, saldrían a predicar del amor de Dios. La lección sobre el verdadero cristianismo estaba dada y aprendida. Estar en paz en la medida de nuestras posibilidades, debería ser regla de conducta en la vida del cristiano. No se trata de actuar para agradar a otros mientras pisoteamos nuestros principios, sino de hacer cuanto esté en nuestras manos para no causar ofensas y estar en paz. Querida amiga, si Jesús puso a un lado su grandeza y su autoridad, ¿podríamos tú y yo
declinar nuestro orgullo para fomentar la paz? Pidamos hoy a Dios no ser piedra de tropiezo sino canal de bendición.

