
«Entonces el Señor le dijo: ‘¡Ustedes, los fariseos, son tan cuidadosos para limpiar la parte exterior de la taza y del plato pero están sucios por dentro, ¡llenos de avaricia y de perversidad!’ » (Lucas 11:39).
Imagina que ocupas un vaso para comer leche con avena. Terminas de usarlo, lo lavas solo por fuera y lo pones a escurrir. A la mañana siguiente, usas el mismo vaso para servir una porción de arroz con leche, vuelves a lavar el vaso por fuera únicamente y lo pones en el escurridor. ¿Lo dejamos así? O podemos volver a utilizarlo… Aunque estoy segura que ni siquiera en tu imaginación tomaste el arroz con leche porque sabías que el vaso estaba sucio y mal oliente por dentro.
Esta es la comparación que hizo el Maestro en el texto de hoy. Pareciera que Jesús buscaba cualquier oportunidad para atacar a los fariseos, pero no es así. Si bien ellos lo provocaban, Jesús siempre quiso que, por sus reprensiones amorosas, ellos reconocieran sus errores. Aquel día, un fariseo invitó a Jesús a comer a su casa. Y para que veamos que él no los rechazaba ni estaba en guerra con ellos, aceptó la invitación. Jesús entra a la casa y se dirige a la mesa.
El fariseo espera que Jesús pase a la cocina a lavarse las manos, pero no lo hace. Sirven la comida y Jesús comienza a comer sabiendo lo que su anfitrión está pensando acerca de sus manos sucias; entonces dice mientras parte un pedazo de pan: «¡Ustedes, los fariseos, son tan cuidadosos para limpiar la parte exterior de la taza y del plato pero están sucios por dentro, ¡llenos de avaricia y de perversidad!». Y sigue comiendo. No era pecado, no obstante, los fariseos habían catalogado como pecado el hecho de no lavarse las manos antes de comer. Con bastante frecuencia se lavaban las manos, se vestían con pomposas túnicas y se pavoneaban por el templo y la ciudad presumiendo de pulcritud, cuando en realidad estaban como nuestro vaso de leche con avena: sucio y mal oliente. Robo y maldad es lo que Jesús dijo que tenían dentro.
Muchas veces, no estamos lejos de ser como ellos: cantamos, predicamos, nos mantenemos activas en las actividades de la iglesia y, sin embargo, nuestros corazones están llenos de orgullo, de envidia, de chismes y presunción. Un vaso así no es útil para los demás. La buena noticia es que no importa qué parte de la vajilla seamos en la iglesia, si le pedimos a Jesús que lave nuestro interior, el nos dejará rechinando de limpias.

