Ciudadanos, miembros y piedras
“Por eso, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:19, 20).
Pablo dice que el evangelio está disponible para todos. A los que, como los judíos, se sienten cerca; como también para los gentiles, que se encuentran lejos. Cristo quiere a unos y a otros adentro.
Dios y los enviados por Dios trabajan para reconciliar; es decir, juntar de nuevo, juntar las piezas y rearmar el rompecabezas. El pecado es el gran separador en este mundo. Ha estado dividiendo desde el jardín del Edén.
El apóstol va a usar tres figuras para decir que somos ciudadanos, miembros y piedras vivas: una nación, una familia y un edificio.
La nación y la ciudadanía son tomadas de la diplomacia. No somos extranjeros en tierra extraña, ni forasteros apenas de paso. Somos conciudadanos de los santos. Israel era la nación elegida por Dios, pero muchos de ellos rechazaron al Señor, y el Reino les fue quitado. El pecado divide, pero Cristo reconcilia. La nueva nación es la iglesia.
Somos reconciliados para ser parte de la familia de Dios: la familia de la Tierra y la de los cielos, que serán una sola y definitiva en su regreso. Tenemos un Padre, y todos somos hermanos,
El Mar de Galilea y el mar Muerto son dos pequeños mares de Palestina, separados apenas por 120 kilómetros. Están unidos por el río Jordán, pero son diferentes uno del otro. El primero recibe agua del norte y las da multiplicadas hacia el sur. Es un canal. A su alrededor prospera la vida, y en sus aguas cristalinas hay abundancia de peces.
El segundo recibe aguas del norte, pero no comparte una sola gota. Contiene agua tan saladas y amargas que no hay nada de vida en ellas. Y, a su alrededor, todo es desierto y desolación. Mientras que el Mar de Galilea es un símbolo apropiado de la vida, el Mar Muerto es símbolo impresionante de la muerte.
No somos extranjeros ni forasteros. Somos conciudadanos de los santos. No somos huérfanos. Somos parte de la familia de Dios. Somos piedras vivas que viven para completar el edificio de Dios. Reconciliados para ser reconciliadores.