“No tengo nada para dar”
“Por tanto, si hay algún consuelo en Cristo, si algún estímulo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (Filipenses 2:1, 2).
En el capítulo 2 de Filipenses, el apóstol Pablo alienta a vivir un cristianismo auténtico. No hacer nada por interés personal, ni por vanidad, no considerarse superiores a los demás; por el contrario: preocuparse y ocuparse por los intereses ajenos.
Y ¿cómo es eso posible? Pablo indica a Jesucristo como inspiración y modelo: aquel que dejó la gloria que tenía en el cielo, que asumió la humanidad, que vivió en humildad y en obediencia y fue capaz de morir en nuestro favor.
Pablo dice también que debemos cuidar nuestra salvación y, aunque es Dios quien produce en nosotros el deseo de amarlo, tenemos el compromiso de vivir de modo puro, irreprensible, huyendo de la perversión y de la corrupción, siendo luz en el mundo. En una sociedad en la que la mayoría de la gente busca satisfacer sus propios intereses, Dios nos desafía a imitar a Cristo: a fin de ser luces para las personas, encaminándolas a Dios con nuestro ejemplo.
El Pr. Enrique Chaij publicó la historia de aquel predicador en Escocia que levantaba fondos para la construcción de un templo. Para su sorpresa, encontró en el alfolí de las ofrendas un papel doblado con la siguiente inscripción: “No tengo nada para dar, a no ser mi propia vida”. Lo firmaba un tal David Livingstone, quien llegó a ser médico y misionero en el corazón de África superando con creces las más grande de las donaciones.
Su admirable labor como explorador, médico y misionero proveyó un futuro mejor para los africanos, tanto que cuando murió (en 1873) los nativos exigieron que su corazón quedara con ellos, como recuerdo perenne de una vida dedicada y comprometida en favor del bienestar ajeno.
Y así sucedió. Mientras que el cuerpo inerte del gran benefactor fue llevado a la abadía de Westminster, en Londres, su corazón fue sepultado en tierras africanas. El que no había tenido nada para dar se dio a sí mismo.
Elena de White, refiriéndose a la actitud y la conducta del gran reformador Martín Lutero, relata lo que él escribió en una carta: “Heme aquí, dispuesto a sufrir la reprobación de su alteza y el enojo del mundo entero […] ¿no deberé, si es necesario, dar mi vida por amor de ellos” (El conflicto de los siglos, p. 172).
Como Pablo, como Livingstone y como Lutero, nosotros demos también nuestra vida por los demás. Nunca olvides que Jesús la dio por ti.