Juntos, incluso en las diferencias
“Que la paz de Cristo reine en sus corazones, porque con este propósito los llamó Dios a formar un solo cuerpo” (Col. 3:15).
Las diferencias de género no solo tienen que ver con aspectos biológicos o fisiológicos; también influyen los cognitivos, los psicológicos y los espirituales. Las diferencias no nos hacen inferiores ni superiores; mejores ni peores; simplemente nos hacen únicos, pero dotados con la capacidad de adaptación y la inteligencia emocional como para vivir en complementariedad y armonía.
La discordia y la pérdida de armonía entre el hombre y la mujer fueron resultado de la separación de Dios en el Edén. Sin embargo, la convivencia entre ambos sexos es inevitable. La experimentamos en la casa, en la escuela, en el trabajo, en la iglesia y, simplemente, al caminar por la calle o al subirnos a un autobús. Los hombres y las mujeres estamos en la misma barca; no nos podemos abstraer de esta realidad. Entonces, debemos aprender a “remar” juntos, aportando lo mejor de nosotros mismos.
La tolerancia es la capacidad de resistir la molestia que sentimos frente a personas que piensan y hacen cosas diferentes de como las haríamos nosotros. Es el aceite que suaviza las relaciones interpersonales y es una virtud que solo podemos practicar cuando aprendemos a vivir en armonía con nosotros mismos. También es un valor que lleva implícito el respeto a las creencias de otros cuando son diferentes a las nuestras y tiene que ver con la consideración al mirar al otro como un ser humano con dignidad.
Los hombres y las mujeres, los esposos y las esposas, los padres y las madres que desean contribuir a la construcción de una sociedad justa y ecuánime tienen el deber de enseñar y ejemplificar frente a los niños y jóvenes que todo ser humano, hombre o mujer, es hijo de Dios, lo que nos pone a todos en una condición de igualdad. A la vez, deben enseñarles a aceptar que lo masculino y lo femenino nos hacen diferentes y especiales.