El rostro de Dios – parte 2
“Luego dijo a Tomás: ‘Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree!’ ” (Juan 20:27).
Mi maestra de inglés y su esposo contaron a los miembros de su pequeña iglesia mi deseo de ir a la universidad, y la iglesia me compró un boleto. El único inconveniente era que tenía que estar listo para partir a la mañana siguiente. También recaudaron dinero para mí, para mis libros y necesidades del primer semestre. Los cristianos de los que recelaba tanto me habían enviado a la universidad.
Pasó el año y examiné mis opciones para el verano. Justo cuando no tenía otra alternativa que optar por una costosa estadía en el campus, recibí una carta invitándome a servir como consejero en un campamento adventista. Lo curioso es que yo no me había postulado para ese trabajo. Ni siquiera sabía dónde quedaba, pero mi novia me había recomendado. Una vez más, Dios quería que fuera a donde él quería enviarme.
Se suponía que debía enseñar a los niños cómo asar malvaviscos en la fogata y hablarles de Jesús. Me di cuenta de que el trabajo era providencial, así que decidí seguir la corriente de la situación y enseñar a los niños sobre Cristo. Es decir, yo no quería tener nada que ver con los niños, simplemente les diría lo que sus padres querían que les enseñara. Pero de repente el rompecabezas comenzó a tomar forma.
Todas las noches tenía que compartir el evangelio con un puñado de niños que me escuchaban atentamente. Todas las noches contaba una historia sacada del Evangelio de Marcos o del libro de los Hechos. Todas las noches tenía que leer el material del instructor sobre el Nuevo Testamento para conocer el material que usaría la noche siguiente. De esa forma, me vi forzado a adentrarme en el Testamento que tanto había rechazado, y el Espíritu Santo comenzó su lenta pero firme obra en mi corazón. Mientras tanto, mi novia oraba por mí. Ella siempre presentaba de forma amorosa y consecuente a Jesús, aunque yo me burlara de su perseverancia.
Una tarde, junto a un lago, mi novia oró por mí. Y funcionó. Sentí el llamado a ser bautizado. Entendí aquello que había estado tratando de explicar a los niños: Jesús me consiguió un pasaje, compró mis libros y me presentó a Kimberly. Sus acciones fueron motivadas por el amor. Una vez que entendí que Jesús es amor, quise ser parte de él.
Ese verano fui bautizado. Y he sido parte de ese amor desde entonces.
BP