La verdadera grandeza
“La sabiduría comienza por honrar al Señor; conocer al Santísimo es tener inteligencia” (Proverbios 9:10, DHH).
Si se te pidiera que elaboraras una lista con los nombres de personajes a quienes el mundo llama “grandes”, ¿quiénes estarían en tu lista? Mi “lista” sufrió un duro golpe cuando leí la siguiente cita de Elena de White: “Al pensar en cómo Cristo vino a nuestro mundo para morir por la humanidad caída, entendemos algo del precio que se pagó por nuestra redención, y comprendemos que no existe verdadera bondad o grandeza sin Dios” (En los lugares celestiales, p. 369).
¿Cómo hemos de determinar, entonces, la bondad o la grandeza de una persona? No es por su cociente intelectual o por sus logros, tampoco por su posición en la escala social; sino por la medida en que esa persona conoce a Dios y refleja los atributos de su carácter.
Esta verdad la ilustra bien un relato publicado en la revista Signs of the Times (“Lessons from the Laundry Lady”, febrero de 2001, p. 15). Es la historia de un evangelista que, al cierre de su sermón, hizo un llamado público para entregarse a Jesús. Entre los que se adelantaron, se encontraba una adinerada mujer que, para sorpresa de muchos, pidió al predicador que le permitiera hablar.
–He pasado al frente –dijo la dama–, no por el excelente sermón del pastor, sino por el sermón que he visto cada día en la vida de la mujer que estaba sentada a mi lado. Ella es una humilde lavandera, pero durante los años que nos ha servido su vida ha sido intachable. Nunca ha salido de sus labios una palabra dura, ni su rostro ha mostrado una expresión de desagrado, aunque ha tenido razones para molestarse. […] Me apena decir que en muchas ocasiones me burlé de su fe “infantil”, pero fue ella la que trajo un rayo de esperanza a mi afligido corazón cuando mi hija falleció.
Cuando la dama terminó de hablar, el evangelista pidió a la lavandera que pasara al frente. “Tengo el gusto de presentarles”, dijo, “a la verdadera predicadora de este día”. Sin darse cuenta, la lavandera había estado predicando, con su ejemplo, el sermón más poderoso: el de un carácter semejante al del Señor Jesús. Sin duda, su vida era “una carta de Cristo […] escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente” (2 Cor. 3:3).
¿Has soñado con ser grande algún día? No sueñes más. Solo permite que el amor de Dios se apodere de tu corazón.
Padre celestial, que mi mayor riqueza sea hoy y siempre un carácter como el de tu amado Hijo.