Privilegio y responsabilidad
“Amar la disciplina es amar el saber; odiar la reprensión es ser ignorante” (Prov. 12:1).
La maternidad es uno de los dones más preciados que Dios nos ha dado a nosotras, las mujeres. Cuando llegamos a ser madres (las que tenemos ese privilegio), nos hacemos copartícipes con Dios en el maravillo proceso de la creación. Cuando una mujer acuna a un bebé en sus brazos, puede tener un pálido reflejo y una visión más clara del amor incondicional que Dios tiene por cada uno de sus hijos terrenales. Y junto con el privilegio, viene también la responsabilidad.
Guiar a sus hijos a los pies de Cristo es la máxima responsabilidad de toda madre cristiana. Conocer a Cristo en los primeros años de vida ayuda al niño a desarrollar una dependencia de lo divino, lo santo y lo puro, y le será de ayuda para sortear obstáculos en la juventud y la edad adulta, cuando ya haya volado del nido. En la niñez se establecen los cimientos de la personalidad, y por eso es una responsabilidad única para las madres ayudar en ese proceso de construcción de un carácter para el cielo.
Querida amiga que eres madre, quiero decirte que nosotras somos conductoras y guías; mostremos a nuestros hijos el mejor camino, que es el camino cristiano. El niño necesita disciplina y, cuando esta emana de las ordenanzas de Dios y de una sabia y amorosa dirección, le aseguramos una vida útil en esta tierra y lo estamos preparando para el cielo.
Enseñemos a nuestros hijos a servir; este es el único camino que conduce a la autorrealización. Si queremos tener hijos felices y realizados, la mejor manera de lograrlo es sirviendo a los demás con amor y desinterés, para que ellos imiten ese ejemplo de fe en acción.
Sé compañera y amiga de tus hijos, para que ellos deseen vivir en compañerismo y amistad con Jesús. La ternura, la simpatía, el cuidado y la atención amorosa son algunas de las cualidades que ellos deben aprender a disfrutar junto a sus madres. Criemos a nuestros hijos para el cielo.