¿No es este un tizón arrebatado del incendio?
“Y dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es este un tizón arrebatado del incendio?” (Zac. 3:2).
Esta pregunta se da en el contexto de la cuarta visión del profeta Zacarías, que, según el Comentario Bíblico Adventista, tenía el propósito de mostrar cómo Cristo podía vencer al enemigo, quien acusaba al pueblo por su pecaminosidad.
Josué o Jesúa, el primer sumo sacerdote después del cautiverio, representaba a Israel en un juicio delante de Dios. El pueblo de Israel había sufrido el exilio como consecuencia de su alejamiento de Dios, pero muchos se habían arrepentido. Aquí había una lucha que iba más allá de las naciones terrenales, como sucede hoy. Pero Josué era un tizón arrebatado del incendio, y la reprensión divina no iba a su pueblo sino a su acusador.
Conocí a Ricardo cuando me topé con su casa en mi recorrido como colportora. Estaba sentado afuera, un poco ebrio. Conversamos un poco y me encargó un libro que finalmente nunca pagó. Le hacía visitas semanales para orar con él y recordarle su compromiso, pero su adicción al alcohol consumía los magros ingresos que tenía.
Ricardo podría haber sido un tizón, podría haber aceptado el perdón divinos y vivido una vida nueva, pero se había sumido en la depresión a causa de un incendio.
Muchos años atrás, él se encontraba trabajando. Su esposa, una mujer de mala vida, adicta y poco comprometida con la educación y el cuidado de sus hijos, había salido a comprar víveres y había dejado a su bebé menor en la cuna. Se demoró varias horas, durante las cuales la casa se incendió y nadie llegó a tiempo para apagar el fuego. Todo se consumió hasta los cimientos, incluida la bebé.
Ricardo tenía la tristeza y el remordimiento tatuados en la mirada. La culpa, sembrada sobre todo por nuestro mayor enemigo, lo había condenado a ese estado de dejadez y soledad.
Todos acarreamos consecuencias del pecado, a veces propias y a veces ajenas. Pero en Cristo en su Santuario se nos dice: “Jesús no disculpa sus pecados, pero muestra su arrepentimiento y fe, y, reclamando el perdón para ellos, levanta sus manos heridas ante el Padre y los santos ángeles y dice. “Los conozco por nombre. Los he grabado en las palmas de mis manos” (pp. 131, 132).
Aún estamos a tiempo de aceptar su perdón y vivir una vida nueva.