¿Y aun así pretenden poseer el país?
“Además, confían en sus espadas, cometen abominaciones, viven en adulterio con la mujer de su prójimo, ¿y aun así pretenden poseer el país?” (Eze. 33:26, NVI).
Cuando nos mudamos a los Estados Unidos con mi familia, teníamos una visa especial que nos otorgaba un permiso de tres años para vivir y movernos libremente allá. Con el tiempo, la idea era obtener la residencia y, después, la ciudadanía.
Pero en mi casa, para ser honesta, no manifestábamos realmente ese anhelo. Hablábamos en español todo el tiempo; escuchábamos música de Argentina, Uruguay y Paraguay; cocinábamos recetas de nuestros países y extrañábamos mucho nuestra tierra natal. ¿Cómo podíamos pretender ser ciudadanos de una patria tan diferente, que tenía sus exigencias de adaptación y renuncia tan marcadas? Nuestro corazón no estaba ahí.
Algo similar puede pasarnos a nosotros hoy. A veces vivimos una vida de libertinaje, sumidos en placeres y preocupaciones terrenales, y pretendemos llegar a nuestro hogar en el cielo. Es cierto que, como decíamos ayer, la salvación no es por obras sino por fe, pero en nuestra vida muchas veces demostramos que nuestros deseos son más de este mundo que del cielo. A veces, enfrentarnos a las consecuencias de esa vida y de nuestras propias decisiones nos muestra que estamos lejos de llegar al cielo. ¿No será que a veces nosotros nos quejamos también y tildamos a Dios de injusto?
Esta pregunta nos tiene que hacer reflexionar precisamente en su justicia. Es una de sus mayores evidencias. Con libertad nos ha creado y nos da la opción de escoger. No nos forzaría a estar en un lugar que no disfrutaríamos en realidad. Estas actitudes que tenía el pueblo, que muchas veces son nuestras también, nos alejan de Dios y de las características de su hogar. No es tanto cuestión de merecerlo o no, sino de si realmente lo queremos y anhelamos, y de si vamos a “encajar” ahí.
En la galería de la fe, se nos dice: “Antes bien, anhelaban una patria mejor, es decir, la celestial. Por lo tanto, Dios no se avergonzó de ser llamado su Dios, y les preparó una ciudad” (Heb. 11:16, NVI).
¿Se podría decir lo mismo de nosotros hoy? ¿Qué anhela nuestro corazón?