El Cordero de Dios
“Al día siguiente, Juan vio a Jesús, que se acercaba a él, y dijo: ‘Miren, ese es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’ ” (Juan 1:29).
Lo vieron desde lejos. La piedra pulida resplandecía con el sol de la tarde. El edificio se elevaba sobre las estrechas calles. El corazón de Jesús latía más y más rápido a medida que se acercaban. Sus padres debían estar cansados, después de varios días de viaje por caminos rocosos, pero él estaba demasiado emocionado para sentir cansancio. Era su primera visita al Templo. A los doce años, los niños judíos habían memorizado gran parte de las Escrituras, y ahora tenían edad suficiente para participar en la Pascua.
Las calles de Jerusalén estaban llenas de judíos de todos los países del mundo conocido. La atmósfera estaba impregnada de idiomas y acentos, de personas que venían desde lejos para el servicio anual. Después de subir los empinados escalones, la pequeña familia entró al patio del Templo a través de una de sus nueve puertas. Como mujer, la madre de Jesús debía permanecer en el área exterior, pero Jesús y José entraron al área de los israelitas con la ofrenda para el sacrificio. El balido de las ovejas asustadas se elevaba sobre el murmullo de la multitud.
Sin darse cuenta, Jesús se separó de José. Quedó impresionado al observar cómo los sacerdotes cortaban con un rápido movimiento el cuello de un cordero sacrificial que habían colocado sobre el altar. Junto con los otros adoradores, se inclinó en oración. Durante la noche, probablemente durmieron en una de las muchas habitaciones exteriores, donde hombres sobrios discutían de religión y los rabinos explicaban las Escrituras a jovencitos como él.
En la confusión de las multitudes que salían de la ciudad hacia Galilea, María y José no se percataron de que Jesús se había quedado atrás. Se había sentado a los pies de los maestros y les preguntaba sobre las profecías que apuntaban hacia la venida del Mesías. Algo estaba sucediendo en su corazón. Con cada hora que pasaba, con cada pregunta que hacía, con cada sacrificio que observaba, todo parecía ir tomando forma en su mente. ¡El Mesías! El Mesías vendría a la tierra para salvar, pero no por la fuerza militar, sino por la muerte de un cordero. A medida que pasaban los días, se convencía más y más: Yo soy el Cordero.
Y así, el niño Jesús crecía en sabiduría. Y cuando sus preocupados padres lo encontraron, les preguntó: “¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?” (Luc. 2:49).