Ángel bajo fuego
“Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí” (Mateo 25:40, NVI).
La Cruz Roja es una de las organizaciones humanitarias más generosas de la historia del mundo. En tiempos de guerra, sus agentes llevan ayuda médica a soldados y civiles por igual. Ofrecen alimentos y refugio a víctimas de incendios. Acercan tratamientos médicos a quienes han sufrido catástrofes naturales como tornados, inundaciones y tsunamis. Y a través de sus campañas de donación de sangre, ayudan a millones de personas con el don de la vida.
El 22 de agosto de 1864, doce naciones de la Convención de Ginebra crearon esta organización humanitaria. Sin embargo, cuando pensamos en la Cruz Roja, es a Clara Barton a quien recordamos porque ella le dio a la Cruz Roja su verdadera identidad. La historia nos recuerda que fue una de las personas más bondadosas y desinteresadas del mundo. Durante la Guerra Civil estadounidense, creó una agencia para ayudar a los soldados heridos. En 1862, obtuvo permiso para viajar detrás de las líneas enemigas, y llegó a ver algunos de los peores campos de batalla de esa guerra. Prestó ayuda a soldados tanto del Norte como del Sur. He aquí una historia del servicio de Clara en pleno combate: Al llegar al sangriento campo de batalla de Antietam, Clara vio cómo los cirujanos utilizaban hojas de maíz para vendar las heridas de los soldados porque los suministros médicos del ejército aún no habían llegado. Así que Clara Barton les dio a los cirujanos una carreta llena de vendas y otros suministros médicos que había estado recolectando personalmente durante un año. Luego, se puso a trabajar. Las balas pasaban por encima de su cabeza mientras atendía los cuerpos de los hombres que habían venido a luchar y habían sido segados como si fueran hierba. La artillería retumbaba en la distancia mientras Clara llevaba agua a los heridos y moribundos. Cuando se arrodilló para dar de beber a un hombre, sintió que le temblaba la manga. Miró hacia abajo y vio que había un agujero en la tela: una bala había atravesado su manga y había matado al hombre al que Clara estaba ayudando.
¡Qué valor! Y qué fe tan valiente debió tener Clara en aquellas horas de temor. Cuando a su alrededor yacían sangrando soldados que, si no los mataban sus heridas, probablemente morirían por infecciones, ella trabajó largas jornadas, aliviando la agonía de los que sufrían.
Jesús vino a hacer lo mismo. No importaba quién acudiera a él en busca de sanidad, no rechazaba a nadie. Cuando los endemoniados y los leprosos clamaban por misericordia, él proveía lo que necesitaban: compasión, sanación y aceptación. ¡Qué Salvador!