“Cuando el pueblo de Dios ora…”
“En aquel mismo tiempo, el rey Herodes echó mano a algunos de la iglesia para maltratarlos. Mató a espada a Jacobo, hermano de Juan, y al ver que esto había agradado a los judíos, procedió a prender también a Pedro” (Hechos 12:1-3).
Si, al igual que yo, a veces te desanima ver cómo aumenta la maldad en nuestro mundo, y si alguna vez te sientes tentado a pensar que Dios no responde a tus oraciones, entonces conviene que leas en la Biblia el capítulo 12 del libro de los Hechos de los apóstoles.
Nuestro versículo para hoy nos presenta a Herodes Agripa –el nieto de Herodes el Grande– empeñado en destruir a la naciente iglesia cristiana. Para agradar a los judíos, este malvado rey ya ha matado a Jacobo, el hermano de Juan, y ahora ha encarcelado a Pedro, con el objeto de juzgarlo después de la Pascua. Y para que no escape, ha colocado una férrea guardia integrada por cuatro grupos de cuatro soldados cada uno.
Humanamente, no hay nada que se pueda hacer para liberarlo. Nada, excepto orar. Y esto fue, precisamente, lo que la iglesia hizo: “Así que Pedro estaba custodiado en la cárcel, pero la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él” (vers. 5). Sin cesar; es decir, “intensamente”. La escena es por demás significativa. Mientras los poderes terrenales arremeten contra los hijos de Dios, ¿qué hace la iglesia? Ora intensamente. Y en el momento oportuno, Dios interviene. Mientras Pedro dormía, “se presentó un ángel del Señor y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a Pedro en el costado, lo despertó, diciendo: ‘Levántate pronto’. Y las cadenas se le cayeron de las manos” (vers. 7). El apóstol, libre de sus cadenas, se dirigió a la casa de Juan Marcos, donde estaban orando por él. Entonces sucede un hecho por demás curioso. Cuando la joven que le abrió la puerta avisó a los creyentes que afuera estaba Pedro, le dijeron que estaba loca. Cuando finalmente lo vieron, “quedaron pasmados” (vers. 15-16, NVI). ¡Qué increíble! ¡El milagro por el que oraban estaba ante sus ojos, y no lo creían!
¿Alguna lección? Por lo menos dos. La primera es que, aunque este mundo parezca estar fuera de control, Dios continúa siendo el Soberano del universo. La segunda lección es que “No hay nada que parezca más impotente que el alma que siente su insignificancia y confía plenamente en Dios, y en realidad no hay nada que sea más invencible” (Profetas y reyes, p. 129).
Padre celestial, ayúdame a creer que ningún poder terrenal podrá prevalecer contra tu iglesia; y a confiar en que siempre moraré “bajo la sombra del Omnipotente”.