De ida y de vuelta
“Así fue como el Señor los dispersó por toda la tierra, y ellos dejaron de construir la ciudad” (Gén. 11:8).
Luego de que el diluvio destruyó el planeta dejando apenas un puñado de sobrevivientes luchando por adaptarse a un mundo nuevo, Dios renovó su pacto con su pueblo. Primero, envió viento para separar el agua de la tierra seca, tal como lo hizo en su creación original.
Dios les había dicho a Adán y a Eva: “Sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla” (Gén. 1:28, NVI). Ahora les decía a Noé y a sus descendientes que hicieran lo mismo, con la diferencia de que ahora los animales del mundo les temerían. Así como Dios dijo a Adán y a Eva que comieran frutas y verduras, también le dijo a Noé: “Todo lo que se mueve y tiene vida, al igual que las verduras, les servirá de alimento. Yo les doy todo esto” (Gén. 9:3, NVI).
Aunque los descendientes de Noé se multiplicaron como Dios les ordenó, ignoraron la parte que los instaba a extenderse y llenar la tierra. “Tenemos que mantenernos unidos, o terminaremos dispersos”, dijeron, por lo que se trasladaron al este, hacia Sinar (tal vez lo que hoy conocemos como Sumeria, en el actual Irak, donde decidieron ver qué podrían lograr sin la ayuda de Dios. Pensaron que podían “hacerse un nombre” (vers. 4, RVR95), ya que, anteriormente, las cosas y las personas siempre eran bautizadas según el nombre de alguien más: la creación de Dios, los animales de Adán, los hijos de fulano, etcétera. Pero los presuntuosos habitantes de Sinar tenían un problema de ego.
Ese pueblo llamó a su ciudad Babel, que significaba “puerta de los dioses” (de donde proviene el nombre Babilonia), pero debido a una palabra hebrea de sonido similar que significa “confusión”, así es como los recordamos. Cuando intentaron construir una torre que llegara hasta el cielo (y que tal vez pensaban que los protegería de otra inundación) Dios decidió que había llegado el momento de intervenir. Antes de ese acontecimiento, todos hablaban el mismo idioma, así que Dios hizo que comenzaran a hablar idiomas distintos, lo cual produjo que se crearan grupos que se podían entender entre sí, y que luego se marcharon a otros lugares.
Dios no deseaba que existieran divisiones; así que, comenzando con Abraham (en quien todas las naciones serían bendecidas), Dios ha obrado para unir nuevamente a la raza humana. En la Nueva Jerusalén, la gran ciudad de Dios, todos los pueblos, lenguas y naciones finalmente se reunirán para siempre.