El bautismo – parte 1
“En él también, ustedes han sido circuncidados, no con una circuncisión hecha por los hombres, sino con la circuncisión hecha por Dios al unirlos a Cristo y despojarlos de su naturaleza pecadora. Al ser bautizados, ustedes fueron sepultados con Cristo, y fueron también resucitados con él, porque creyeron en el poder de Dios, que lo resucitó” (Col. 2:11, 12).
A veces, muchas cosas buenas son mal entendidas, incluso el bautismo.
Hace un tiempo, mientras grababa una boda, fui testigo de otro momento importante: el bautismo de la hermana del novio. Ese día, el pastor predicó un sermón que nunca olvidaré, por todas las razones equivocadas que planteó.
El tema era el bautismo, pero el mensaje implícito era: no podemos salvarnos, a menos que nos bauticemos.
Entre otras cosas, el predicador colocó el bautismo en la parte superior de la escalera de la salvación, quizás en algún lugar entre no comer ciertas carnes y no adorar ídolos. El mensaje del sermón era claro: si no nos bautizamos, afrontamos un peligro eterno.
Cuando los cristianos de origen judío aceptaron que la salvación se extendía también a los gentiles, pensaron que estos debían circuncidarse para poder recibirla. El apóstol Pablo difería de ellos y citó Génesis 15:6, donde dice que solo la confianza de Abraham en Dios lo salvó y no algo que él hubiera hecho para merecer la salvación. De hecho, su relación con Dios lo había salvado muchos años antes de ser circuncidado. La circuncisión era simplemente un “sello de que Dios ya lo había reconocido como justo por causa de su fe” (Rom. 4:11).
La simplicidad de la salvación siempre ha confundido y asustado a la gente. ¿En verdad es así de fácil? La gente piensa que necesita hacer algo para recibir la aprobación de Dios: bautizarse, devolver los diezmos, guardar el sábado, pero tales actos son solo una demostración externa de la obra interna que Dios realiza en nosotros cuando acudimos a él por fe. La salvación es un regalo y una transformación.
Continuará…