Anna Knight – parte 3
“Trabaja seis días y haz en ellos todo lo que tengas que hacer, pero el séptimo día es de reposo consagrado al Señor tu Dios” (Éxo. 20:9, 10).
Anna se despertó temprano el primer día de clases, emocionada y ansiosa por comenzar. La maestra y los alumnos estaban contentos de tenerla con ellos, pues era brillante, inteligente y divertida.
Pero la gente del vecindario pronto se enteró del último chisme: “Hay una afroamericana en la escuela adventista”. Así que Anna se mudó a la casa de la matrona de la escuela, donde podría aprender en privado, sin amenazas de los militantes racistas locales. En esas diez semanas, Anna aprendió muchísimo y su familia nunca supo que ella había asistido a un solo día de clase. Tal vez porque estaba dolida, Anna nunca se lo dijo.
Al volver a casa, la gente vio que el tiempo que Anna había pasado lejos solo había intensificado su compromiso con su extraña Iglesia. Cuando terminaba de preparar el desayuno del sábado en la mañana para su familia, se iba sola al bosque, con su perro, su revólver, su Biblia y sus revistas.
La situación finalmente llegó a un punto crítico con la cosecha de algodón. El sábado en la mañana, su madre le dijo:
–Ve a recoger algodón.
Pero Anna se mantuvo firme. Además, su hermano dijo:
–Tú te la pasas sentada o acostada todos los sábados y no trabajas. Yo tampoco trabajaré si tú no lo haces.
Ante eso, la madre de Anna gritó:
–¡Hoy irás a recoger algodón!
–Iré y haré el trabajo –anunció–, y si no termino hoy, haré el trabajo el domingo. Si no puedo guardar el sábado, no guardaré el domingo.
Sintiéndose perdida, herida y enojada, Anna y un caballo igualmente irritado recogieron algodón en casi dos hectáreas a una velocidad récord. Cuando volvió a casa, el sol comenzaba a ponerse. A la mañana siguiente, en lugar de descansar el domingo, tomó su azada y comenzó a trabajar en el jardín. Horrorizada, su familia salió de casa todo el día. Anna se sintió fatal. Había sido tan buena cristiana al regresar a su casa. La gente había quedado tan impresionada por el cambio en su actitud. El Espíritu Santo la había ayudado a controlar su temperamento, pero ahora todo parecía perdido. Le escribió una carta al señor Chambers. ¿Habría alguna esperanza para una reincidente?
Continuará…