«El sábado se hizo para el ser humano y no el ser humano para el sábado —añadió—. Así que el Hijo del hombre es
Señor incluso del sábado» (Marcos 2: 27-28, NVI).
Durante mi infancia y adolescencia los sábados fueron sin lugar a duda los días más felices de mi vida. Después de los servicios religiosos pasábamos el día entero disfrutando en plena naturaleza. Solíamos caminar un par de kilómetros para estar toda la tarde en un parque natural, una especie de oasis en medio de la aridez de la zona, donde había un manantial que formaba un pequeño lago. Nos entreteníamos con juegos de grupo en los que participaban también algunos adultos, en particular un tío mío joven, pero ya casado, que solía dirigir las actividades y que se divertía tanto o más que nosotros.
A nosotros no nos habían enseñado a «observar» el sábado como un precepto impuesto, ni a «guardarlo» como algo ajeno que había que proteger. Habíamos aprendido a celebrar el sábado con la misma natural alegría e inocencia de los peces que saltaban en el estanque o de las ardillas y los pájaros que jugaban en los pinos.
Cuando, avanzando en la adolescencia, partimos a estudiar a la ciudad, la iglesia fue atendida por personas «más espirituales». Mis hermanos y sus amigos, varios años más jóvenes que nosotros, empezaron a quejarse de que no podían hacer nada en sábado y de que ese día era para ellos un verdadero suplicio. En cuanto se les ocurría meter un pie en el agua, tocar una pelota o jugar con una cuerda, alguien les recordaba: «No hagas eso, que es sábado».
Cada vez que, años más tarde, he regresado de visita a mi antigua iglesia, me ha encantado encontrar allí a todos mis antiguos amigos. Cada vez que nos vemos recordamos los sábados felices que compartimos. Sin faltar ninguno, los cinco adolescentes que nos bautizamos juntos en aquella edad dorada seguimos felices en la iglesia. Sin embargo, de la generación siguiente, la de mis queridos hermanos más jóvenes y de sus amigos, que fueron obligados a «guardar y observar» el sábado en vez de ser invitados a celebrarlo, no queda ninguno en la iglesia.
Sin duda, cada uno tiene razones personales para explicar su alejamiento de la fe. Lejos de mí juzgar a nadie. Pero hay un punto en el que todos coinciden: no querían seguir sufriendo la tortura del sábado.
Señor, sigue enseñándome a celebrar el sábado y a apreciar el privilegio de disfrutarlo contigo y con mis seres queridos.