
El perfume
«Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume» (Juan 12: 3).
En tiempos de Jesús, aparte de ciertas plantas y frutas, pocas cosas olían bien. Las calles apestaban a estiércol de caballerías, y los patios y muros de las calles periféricas a orines y excrementos humanos (la costumbre de orinar contra la pared era tan común entre los hombres en el Oriente Medio que para designar a un varón se utilizaba la expresión «meante a la pared».
Ni siquiera la ciudad santa de Jerusalén se libraba de esos malos olores. Del valle de Hinón (nombre que daría origen al término «gehena») subía sin cesar el tufo propio de un gran vertedero de basura quemada. Ni el incienso que ardía constantemente en el lugar santo podía contrarrestar el fuerte olor a grasa animal, leña, humo y sangre de los sacrificios.
Aunque los judíos se lavaban más que otros pueblos (ver Mar. 7: 3-4), como la ropa era cara y pocas personas podían cambiarse a menudo, la mayoría de los hombres y muchas mujeres hedían a ropa sucia. Los pastores apestaban a lana rancia; los niños, a heces; y los soldados romanos, a sudor, a macho cabrío y a vino barato.
No es de extrañar que los perfumes fuesen tan apreciados en aquellos tiempos, tanto para perfumar el santuario (ver Éxo. 30: 23-38) como para uso personal (ver Prov. 27: 9; Isa. 57: 9), para aromatizar el ambiente (ver Cant. 3: 6, 7), la ropa (ver Sal. 45: 8) y hasta las camas (ver Prov. 7: 17).
A María le fascinaban los perfumes. Esas fragancias elegantes y distinguidas que se vendían a precio de oro. A María le gustaba sin duda cómo olía Jesús, a limpio, a hierbas del monte. Pero había comprado para él el mejor perfume que había encontrado: fresco, viril, discreto, armonioso como una melodía, penetrante sin ser agobiante, equilibrado como él. Un perfume único, a base de nardo.
María quiere hacer algo por Jesús antes de que sea demasiado tarde, esa misma noche. Así que vierte sobre sus pies aquel perfume tan caro que guardaba para el hombre de su vida. Prefiere entregarlo a quien le ha devuelto la dignidad y las ganas de vivir. Alguien calculó que valía lo equivalente a un año de salario (ver Juan 12: 3).
Pero no hay nada demasiado caro para el ser amado.
Señor, enséñame a amar dando lo mejor de mí mismo.