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«Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos y una gran multitud. Cuando llegó
cerca de la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, que era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: «No llores»»
(Lucas 7: 11-13).
Jesús encuentra en su camino un cortejo fúnebre especialmente triste. Una viuda que acaba de perder a su único hijo sigue al féretro llorando desconsolada. En aquellos tiempos en que las mujeres dependían tanto para su sostén de su marido o de sus hijos, se sobreentiende que esta viuda se ha quedado completamente sola, sin ningún apoyo en la vida. Sensibles a su dolor, todos sus vecinos la acompañan.
Conmovido por la desgracia de la viuda, sin que ella le pida nada, Jesús detiene la comitiva y devuelve la vida al joven huérfano. El texto relata que, tras decirle «No llores», el Maestro «se lo entregó a su madre», devolviéndole con él la vida y la esperanza. Los presentes reconocen que, al reunir de nuevo a esta familia rota, en Jesús «Dios ha visitado a su pueblo». Porque Dios es, por definición, el que «sostiene al huérfano y a la viuda» (Sal. 146: 9).
Los seguidores de Jesús, que hemos tomado su relevo en este mundo de dolor, también nos encontramos cada día con jóvenes, madres, padres, niños o ancianos, a «mucha gente de la ciudad», camino del cementerio. Hombres y mujeres como nosotros, si no todos atribulados por la muerte de algún ser querido, al menos golpeados por desgracias personales, enfermedades, accidentes, pandemias, rupturas, abandonos y desarraigos familiares.
Contagiados por la compasión de Jesús, que nos impulsa a «acercarnos» a los dolientes y «tocar» a las víctimas, también es nuestro deber decirles «no llores», y aportarles un rayo de esperanza.
Nosotros también estamos llamados a ser mensajeros de consuelo y reconciliación. A tratar siempre de recomponer vidas rotas, consolar y aliviar a los que sufren, a los desafortunados y los más débiles, y a potenciar la vida generando amor.
Como portadores de esperanza, aprendemos en este relato que, más que explicar, condenar o deplorar las tremendas desgracias que afligen a la humanidad, nuestra misión es comunicar la ternura de Cristo a las personas necesitadas que encontramos en nuestro camino, con palabras adecuadas y gestos eficaces.
Dame fuerzas para hacer mi parte. Sé que tú te ocuparás de los milagros, si proceden.