
Un nombre nuevo
«Mirándolo Jesús, dijo: “Tú eres Simón hijo de Jonás, tú serás llamado Cefas; es decir, Pedro”» (Juan 1: 42).
Una de las cosas que más me sorprendió, en mi primer día de escuela, fue descubrir que llamaban a todos mis compañeros de clase con nombres distintos de los que les dábamos comúnmente: «Pepe» era José; «Paco», Francisco; «Ximo», Joaquín; «Sento», Vicente; «Toni», Antonio; y así prácticamente todos. Menos a mí, que me llamaban Roberto, dentro y fuera del aula. El único del pueblo.
Cuando el profesor pasaba lista, todos se reían porque daba la casualidad de que el héroe de una popular serie de historietas de aventuras se llamaba también Roberto. Así que durante mucho tiempo me estuvieron llamando «Roberto Alcázar», hasta que, supongo que por cansancio, acabaron por llamarme simplemente «Robert», que era mi nombre en la lengua local (valenciano).
No sé cómo se sintió Pedro cuando Jesús le cambió el nombre de Simón (obediente) por el de Cefas, algo que sonaba como «piedra», «pedrusco» o «guijarro» (ver Mat. 16: 18, RVA15).
Una querida amiga nuestra me contó que cuando ella nació, durante la Segunda Guerra Mundial, su padre estaba prisionero en Alemania, y fue su abuelo quien tuvo que ir a declarar el nacimiento de su nieta al ayuntamiento del pueblecito del Jura francés al que pertenecía su granja. Pero resulta que, en el momento de decir al funcionario el nombre elegido para la niñita, su abuelo no pudo recordarlo: ¿Era Sidonie como su tía o Sabine como su madrina? Así que le puso Simone, que no era el nombre escogido por nadie.
Como su madre había contado esta anécdota a todo el mundo, nuestra amiga creció desde niña con el claro convencimiento de que su familia no había escogido realmente ningún nombre para ella. Simone recuerda que durante muchos años su nombre no le resultaba propio, nunca se sintió cómoda con él y no le tenía ningún apego. Solo muchos años más tarde, transformada por su relación personal con Dios, cuando él fue sanando sus heridas pasadas y poniendo en su sitio las piezas del rompecabezas de su vida, se fue convirtiendo en Simone, asumiendo junto con su nombre su verdadera identidad de creyente.
Dios ha prometido darnos un día, junto a nuestra nueva identidad, «un nombre nuevo» (Apoc. 2: 17), es decir, una realidad transformada que corresponda por fin, plenamente, al ser que Dios desea que seamos cada uno.
Señor, sigue modelando mi carácter para que refleje cada vez mejor tu ideal para mí.