
«Y a la hora novena, gritó Jesús con fuerte voz: «Eloí, Eloí, ¿lamá sabactani?». Que, traducido, es: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»» (Marcos 15: 34, RVR77).
Siguiendo las reflexiones de ayer, la exclamación de Jesús en su agonía nos sigue sorprendiendo. ¿Cómo pudo Jesús sentirse abandonado por su Padre celestial?
Pero es que las palabras de Jesús no son un gesto de falta de fe. Antes de ser el grito desesperado de un moribundo, esta frase era el primer verso del Salmo 22, uno de los más profundos del salterio; que, como buen judío, Jesús conocía muy bien. Se trata de una oración de David, tan conmovedora en su densidad humana y en su riqueza teológica, que es una de las más repetidas y estudiadas de toda la Biblia.
Se trata de un pasaje que el Crucificado empieza a recitar en voz alta, y que prosigue diciendo que Dios nunca
«menospreció la aflicción del afligido, ni de él escondió su rostro, sino que cuando clamó a él, le escuchó» (Sal. 22: 24). Jesús también se sabía el resto del salmo.
Jesús se identifica con esa oración de un inocente perseguido a muerte por sus enemigos, que se acoge, en su dolor, a un Dios que no responde y que parece haberlo abandonado. Pero su oración se dirige a Dios, a pesar de sentirlo muy distante, o cruelmente ausente. Es una petición que supone escucha, y que espera como respuesta un gesto de consuelo.
Aunque Cristo en la cruz comparte el sentimiento de abandono del salmista, ambos gritan al cielo esperando ser escuchados. Su «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» expresa, más allá de la angustia de un hombre al borde del fin, el sufrimiento incomparable del Hijo de Dios, ofreciéndose por la humanidad, asumiendo por ella el drama de la muerte.
Sin embargo, Dios está con él, y en sus manos entrega su espíritu, acogido por el Padre con una seguridad y ternura tan infinitas como incuestionables (ver Luc. 23: 46).
En esta vida todos estamos expuestos a pasar por momentos en los que Dios parece ausente y nos sentimos terriblemente solos. Pero la gracia divina nos asegura que «aunque pase por valle de sombra de muerte […], tú estarás conmigo» (Sal. 23: 4, RVR77).
La vivencia de abandono padecida por Jesús en la cruz nos garantiza finalmente que nosotros nunca estaremos solos en nuestro dolor, porque él lo ha compartido y lo comparte para eliminarlo definitivamente. Su amor salvador nos permite discernir la realidad total más allá de las apariencias, y saber que la Vida nos espera más allá de la muerte. Y que un día nuestros gritos de desamparo y dolor se transformarán en cantos de alabanza.

