
«Salieron Pedro y el otro discípulo y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro. Y, asomándose, vio los lienzos puestos allí, pero no entró. Luego llegó Simón Pedro tras él, entró en el sepulcro y vio los lienzos puestos allí, y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó, pues aún no habían entendido la Escritura: que era necesario que él resucitara de los muertos» (Juan 20: 3-9).
Todos conocemos este emotivo pasaje de los Evangelios, en el que dos discípulos descubren la tumba de Jesús vacía. Pero no estoy seguro de que todos hayamos observado un pequeño detalle, sin aparente importancia, pero que el testigo del evento, el apóstol Juan, subraya en estos términos: «Y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte» (Juan 20: 7). ¿Qué importancia tiene ese detalle?
La tiene si, como muy bien traducen algunas versiones, el sudario de Jesús no estaba con los lienzos de su mortaja, sino aparte, cuidadosamente «doblado» (RVA15), o «bien doblado» (LP).
Porque el sudario (del griego soudarion) era un gran paño blanco que entonces se usaba, entre otras cosas, y principalmente, como pañuelo, para enjugar el sudor del rostro, para proteger la cabeza del sol, o como servilleta para limpiarse la boca y las manos en las comidas.
El detalle del sudario doblado tenía un mensaje que el joven Juan comprendió perfectamente nada más verlo. Porque tenía que ver con las reglas de la sociedad de su tiempo. Cuando el paterfamilias, señor o dueño terminaba de comer o terminaba su aseo, al dejar la estancia o levantarse de la mesa, se limpiaba el rostro y las manos con el sudario y lo dejaba tirado en la mesa o en el suelo. Eso significaba: «Ya he terminado». Y que el siervo podía disponer.
Pero si el paterfamilias se levantaba de la mesa o de donde estuviera y dejaba el sudario plegado, el siervo sabía que ese gesto significaba: «Espérame. No te alejes, sigue a mi servicio, porque voy a volver».
Por eso a Juan le bastó ver el sudario plegado para comprender el mensaje del Maestro: «Vendré otra vez» (Juan 14: 3).

