El Dios amigo de los pecadores
“Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar” (Mateo 11:28, DHH).
Cuenta el escritor cristiano Philip Yancey el suceso real de una prostituta que acudió a pedir ayuda a un hombre. Abatida por la miseria (sin techo, enferma e incapaz de comprarle comida a su hija de dos años), confesó entre lágrimas que había estado alquilando a su pequeña a hombres perversos interesados en relaciones sexuales aberrantes. Según ella, “tenía que hacerlo” para costearse su adicción a las drogas. Aquel hombre no sabía qué podía decirle, y le preguntó si había pensado acudir a una iglesia en busca de ayuda. Entonces vino la inesperada respuesta de aquella derrotada mujer: “¡¿Una iglesia?! ¿Para qué habría de ir a una iglesia? Ya me siento mal conmigo misma, todo lo que harían sería empeorar las cosas”.15 Me duele que las implicaciones de la respuesta de una mujer tan necesitada de ayuda sean aún más dramáticas que la historia misma.
No hay duda de que ocurren cosas trágicas e inexplicablemente horrendas. Hemos aprendido a vivir enterándonos de escándalos cada vez mayores. Pero me pregunto si puede haber una desgracia más grande que el hecho de que las personas a quienes claramente la vida y sus decisiones han derrotado no encuentren en la iglesia, que dice ser seguidora de Cristo, un lugar donde refugiarse para recibir ayuda y amor. ¿Qué ha pasado en la iglesia, que los pecadores no siempre se sienten a gusto entre nosotros? ¡No fue así con Cristo! Con él, los parias, los enfermos, los pobres, las rameras, los que no tenían esperanza, se sentían aceptados y amados. Nadie nunca se fue de su presencia sintiéndose rechazado o maltratado. En todo momento Jesús puso en práctica su propia declaración: “Al que viene a mí, nunca lo echo fuera” (Juan 6:37).
Hoy, Jesús quiere que recuerdes que él es el amigo de los pecadores. Aunque no del pecado. Su gracia es como el agua: llega hasta los lugares más bajos. Puedes venir a él tal como estás, no importa cuán sórdida haya sido tu caída o innombrable tu fracaso. Tu pecado puede destruirte, pero nunca podrá destruir la gracia de Dios, que provee refugio, perdón y amor para ti. Jesús te invita a venir a él cansado y trabajado, y te promete hacerte descansar.
Mientras, como iglesia, reflexionemos sobre por qué hemos dejado de ser atractivos para los perdidos.
15* Gracia divina versus condena humana (Miami: Vida, 1998), p. 9.