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«Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos, diciendo: «Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?». Respondió Jesús: «No es que pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él»» (Juan 9: 1-3).
Jesús se sirve de esta ocasión para enseñar que no siempre hay relación de causa a efecto entre lo que sufrimos y nuestra responsabilidad personal. Su respuesta viene a decir que lo importante muchas veces no es saber la causa última de un mal, sino que la acción divina se manifieste en su vida.
Sabe que ante Dios «el hijo no llevará el pecado del padre ni el padre llevará el pecado del hijo» (Eze. 18: 20). Pero sabe también que en este mundo somos víctimas de muchos males de los que no somos culpables, y que una gran parte del sufrimiento recae sobre inocentes.
Por eso considera más urgente atender al ciego que explicarles a sus discípulos el origen último de su mal. Para demostrar con hechos sus profundas convicciones, Jesús se pone a trabajar en favor del ciego y, al contrario de lo que hace en otras curaciones realizadas a distancia o efectuadas de inmediato por su palabra, aquí moviliza una serie de recursos humanos no milagrosos para ayudar al invidente a recobrar la vista: escupe en tierra, hace lodo con su saliva, pone sobre los ojos del ciego esas cataplasmas de arcilla, y lo encamina a lavarse a la fuente del Enviado. No olvidemos que la saliva ajena, en aquella cultura, se percibe como algo que contamina, de modo que el joven va a querer lavarse rápidamente para sentirse limpio y recuperar el contacto con su entorno sin ser rechazado.
La curación se produce, pero el texto no precisa cómo. Solamente recalca que el ciego hizo todo lo que Jesús le había indicado. Y es que obedecer fielmente a las indicaciones divinas siempre trae bendiciones.
Cada curación que ocurre en nuestra vida es, de un modo u otro, un don del amor divino, dado que todos nuestros procesos de curación ya van inscritos en nuestro ADN. Si bien nuestros errores acumulados nos acarrean sufrimiento, enfermedad y muerte, a menudo inmerecidos, Dios ha puesto ya en marcha en nuestro cuerpo recursos que luchan contra el mal, y nos promete la liberación definitiva de todos nuestros males un día en un mundo renovado (ver Apoc. 21: 4). Su amor tiene reservado para todos nosotros ese increíble regalo.
Señor, gracias por lo que tú llamas «las obras de Dios» en mi vida, de las que a menudo no soy consciente. Y líbrame de culpar a nadie de sus desdichas.