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«Pero Jesús dijo enseguida: «¡Cálmense! Soy yo. No tengan miedo»» (Mateo 14: 27, NVI).
La noche ha caído sobre el lago. Las tinieblas se han cerrado en densas nubes en torno a la barca en la que bogan los discípulos. Un fuerte viento del norte empieza a soplar, encañonado por aquella profunda depresión del valle del Jordán. Rápidamente estalla la tormenta. Una tempestad cada vez más violenta se desencadena sobre el mar de Galilea y la frágil barca donde viajan los discípulos se agita peligrosamente en medio de las olas.
Dicen que la risa y la alegría son contagiosas pero que todavía lo son más el pánico y el miedo. De ahí que, en incendios y catástrofes, a veces hay muchas más víctimas que mueren por resultados debidos a efectos del pánico que por las causas propias del accidente. Cuando el pánico nos vence dejamos de reflexionar serenamente y quedamos paralizados, hasta el punto de ser arrastrados por nuestros propios «fantasmas».
Esto les ocurre también a los discípulos de Jesús. Cuando creen que están a punto de sucumbir a las fuerzas de los elementos, la luz de un relámpago les permite entrever una figura misteriosa que avanza decididamente hacia ellos sobre el oleaje. Como no saben que se trata de Jesús, toman por enemigo a quien viene en su ayuda. El terror les hiela la sangre. Las manos que se aferraban a los remos se crispan y agarrotan, y el barco queda a la merced de las olas. Creyendo que se trata de un fantasma, no pueden evitar un grito de terror y quedar paralizados por el miedo.
¿Creían todavía en fantasmas? ¿Habían tenido experiencias escalofriantes con el espiritismo? No lo sabemos. Lo que el texto nos dice es que el espanto de lo sobrenatural los sobrecoge y sus ojos desorbitados no pueden apartarse de aquel ser misterioso que camina hacia ellos con paso firme y decidido, desafiando el oleaje.
Jesús sigue avanzando hasta encontrarse lo suficientemente cerca como para que puedan escuchar su voz. Como un padre o una madre vela por los hijos extraviados por sendas peligrosas, así vela Jesús por los suyos. En tono sereno, como hablaría un hermano mayor a sus hermanitos pequeños para tranquilizarlos, les dice: «Soy yo. No tengan miedo».
Todos lo sabemos. También los creyentes. Mientras siga la travesía de esta vida tendremos que hacer frente a tormentas, a peligros reales, pero también a temores evitables debidos a nuestros propios «fantasmas». Pero no debemos temer. Jesús siempre nos sigue. Nunca nos pierde de vista.
Y nos dice: «Estoy aquí, con ustedes. No tengan miedo».

