Una obediencia notoria
“Vuestra obediencia ha venido a ser notoria a todos” (Romanos 16:19).
Casi terminando la Carta a los Romanos, el apóstol de los gentiles, el que enseñó que somos salvos por la gracia de Cristo recibida por la fe, elogia a los creyentes porque su obediencia ha venido a ser notoria por todos. Así, Pablo se alegra a causa de la obediencia de ellos, es decir, su docilidad para recibir la fe, y se alegra también porque esa obediencia es notoria, testifica, de la fe.
Hay varios tipos de obediencia. Se habla de la obediencia infantil, de la solidaria, de la sociológica, de la voluntaria, de la “debida”. De la obediencia como autodisciplina, de la anticipada, de la ciega, de la forzada y de la obediencia religiosa, que surge como resultado de aceptar las normativas divinas para la vida. Esta obediencia religiosa ha sido muchas veces llevada a extremos. Por un lado, pensar que la obediencia es la que nos permite ganar el favor de Dios y nuestra salvación. Por el otro, que es totalmente tan innecesaria como imposible.
La obediencia a Dios es un deber supremo y es una consecuencia de reconocerlo como Creador, Sustentador y Redentor. Es siempre una respuesta positiva al amor de Dios y al evangelio, es fruto del Espíritu Santo que actúa en la vida. Debe ser de corazón y permanente.
No ganamos la salvación por la obediencia, sino por la gracia. El gran predicador inglés Charles Spurgeon decía que:
“la fe y la obediencia están unidas en el mismo manojo. El que obedece a Dios confía en Dios, y el que confía en Dios obedece a Dios. El que carece de fe carece de obras, y el que carece de obras carece de fe. No contrapongan la fe a las buenas obras porque hay una relación bienaventurada entre ambas, y si abundan en obediencia, su fe crecerá extremadamente”.
La obediencia es la verdadera prueba del discipulado, es un servicio leal, ofrecido por amor; y es por ese amor que guardamos los mandamientos divinos. La fe no nos exime de la obediencia; por el contrario, es la fe la que nos hace partícipes de la gracia de Cristo y nos capacita para obedecer.
La salvación es el don gratuito de Dios que recibimos por la fe: “He aquí la verdadera prueba. Si moramos en Cristo, si el amor de Dios está en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros designios, nuestras acciones, estarán en armonía con la voluntad de Dios, según se expresa en los preceptos de su santa Ley” (Elena de White, El camino a Cristo, p. 61).
Querido lector, es caminando de manera permanente con el Señor como nos hacemos parecidos a él. Cuanto más lo contemplemos, más nos asemejaremos. Ora hoy: “Señor, que sea notorio que cada vez se vea menos de mí y más de ti. Amén”.