
«Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta le contestó: «Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final»»
(Juan 11: 23-24, LBLA).
El 14 de enero de 2017 me encontré con que en ese día tenían lugar cuatro entierros a los que, por razones personales y profesionales, hubiese deseado asistir. Dos funerales estaban previstos en la ciudad de Zaragoza (España): uno a las 9:30, por el padre de una de nuestras profesoras; y el otro a las 13:15, por la madre de una de las cocineras de nuestra escuela. Pero a 350 kilómetros de distancia, a las 15:00 también estaba fijado el funeral de la esposa de un pastor local jubilado, y a las 16:00 el de un viejo amigo de nuestra familia. Fue este último servicio, precisamente, el que me comprometí a oficiar, porque, a diferencia de los demás, la mayoría de los parientes no eran creyentes.
El consuelo para ellos, según los hijos de nuestro amigo, era que el regreso de la materia al seno de la tierra reintegraba de algún modo a su padre al misterioso ciclo de la vida: algo suyo iba a perdurar siempre, y no solo en la memoria de sus descendientes, ya que sus restos se irían transformando en energía aprovechable para otros seres vivos. Además, añadían, su propia desaparición dejaba más espacio a los demás para la vida: «Las leyes que marca la propia naturaleza son sabias. En un acto póstumo de respeto al orden del universo y de solidaridad con los nuestros, al morir les cedemos nuestro lugar para que gracias a nuestra ausencia puedan vivir mejor».
Jesús tenía para Marta un mejor consuelo: el plan de Dios para nosotros no es la desaparición paulatina y la absorción de nuestra materia por nuestro entorno, sino la resurrección personal. Volver a vivir… para siempre.
Con cada invierno, con cada semilla, con cada flor, el Creador nos recuerda que si la vida en este mundo tiene un fin, tiene también un futuro. Hasta la misma naturaleza nos enseña cada año que hay vida después de la vida. Una vida por venir que a nosotros nos toca desechar o abrazar en el fondo de nosotros mismos, como una desafiante promesa, capaz de dar dirección a nuestro destino.
Nuestro paso por esta vida encierra un misterio, del que Dios tiene la clave. Con Rimbaud intuimos que «la vida verdadera está en otra parte», que otra realidad nos espera, más allá de nuestra existencia presente. Por eso, para Jesús, y para todo creyente, entregar a un ser querido al abrazo de la tierra equivale a algo mucho más importante que devolverlo al polvo: es entregarlo en los brazos de Dios.
Señor, ¿qué mejor amparo podemos pedir?

