El león y el elefante
“Pero el que se gloría, gloríese en el Señor” (2 Corintios 10:17).
Se cuenta de un diálogo imaginario entre un león y otros animales en la selva. El león estaba haciendo una investigación con una pregunta básica. “¿Quién es el rey de la selva?”
En cada caso, precedía su pregunta con un rugido. Entre los entrevistados había un mono, una cebra, una tortuga y un elefante. Uno a uno, con temor, pero sin dudarlo, respondieron: “El león es el rey de la selva”. Hasta que llegó el turno del elefante. Este, usando su trompa, asió al león por la cola, lo hizo girar varias veces hasta arrojarlo en un charco de barro. Lastimado, humillado y sucio, el león respondió: “El hecho de que no supieras la respuesta correcta no justifica tanto enojo”.
Este relato no es tan ficticio cuando de seres humanos se trata. Pareciera que nos sobran los motivos (reales o imaginarios) para jactarnos. Muchas personas suelen simpatizar con un determinado equipo de fútbol u otro deporte. He visto a varios decir “ganamos” y “somos campeones”, cuando en realidad no hicieron nada.
Si bien no hay lugar para la jactancia, Pablo abre una puerta hacia algo en lo que podemos gloriarnos: Dios. Así, Pablo declara que fue el primero en llegar a ellos para predicarles, actuando como apóstol de los gentiles. Es lícito gloriarse haciendo la labor encomendada por Dios y cumpliendo su misión. No se trata de gloriarnos de nosotros mismos sino de Dios y de su amor, que transforma vidas.
El mismo Señor dio la pauta por medio del profeta Jeremías:
“Así ha dicho Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía el valiente, ni el rico en sus riquezas. Mas alábese en esto el que haya de alabarse: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra, porque estas cosas me agradan, dice Jehová” (Jer. 9:23, 24).
Cada vez que te creas un león, acuérdate del elefante.